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13/5/12

«Como el Padre me ama a mí, así os he amado yo; permaneced en mi amor»

VI DOMINGO DE PASCUA

Lecturas: Hechos de los Apóstoles 10,25-26.34-35.44-48 // Salmo 98(97) // Epístola I de San Juan 4,7-10 // Evangelio según San Juan 15,9-17

Queridos hermanos y hermanas:
San Juan Apóstol y Evangelista centra su Evangelio y sus cartas en el tema del Amor. Y termina convenciéndonos de que el Amor de Dios y el amor a Dios son la misma cosa.

En efecto, en la narración que nos brinda San Juan del discurso que Jesús hace a sus Apóstoles durante la Ultima Cena, la noche anterior a su muerte, el Evangelista hace un maravilloso recuento de este tema tan importante. El Evangelio de hoy nos trae parte de ese discurso tan profundo y significativo (Jn 15, 9-17).

Las palabras de Jesús en ese conmovedor momento hay que revisarlas versículo a versículo. Parece como si constantemente estuviera repitiendo lo mismo, pero cada versículo tiene su matiz y su significado especial:

“Permaneced en mi Amor. Si cumplís mis mandamientos permanecéis en mi Amor, lo mismo que Yo cumplo los mandamientos de mi Padre y permanezco en su Amor” (Jn. 15, 9-10). Amar a Dios y permanecer en su Amor es hacer lo que El nos pide. La palabra “mandamientos” no se refiere sólo a los que conocemos como los 10 Mandamientos, sino a “todo” lo que Dios desea de nosotros. Es el caso entre Dios Padre y Dios Hijo: éste hace lo que el Padre quiere y es así como permanece amando al Padre.

Quiere decir que nosotros permanecemos amando a Dios si actuamos de la misma manera: haciendo lo que Dios desea de nosotros. Si nos fijamos bien, los amores humanos funcionan de la misma manera: el enamorado hace lo que la enamorada desea y viceversa; uno busca complacer al otro. Amar a Dios es, entonces, también complacer a Dios ... en todo.

“Os he dicho esto para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea plena” (Jn. 15, 11). La verdadera felicidad está en permanecer amando a Dios, cumpliendo los deseos de Dios y no los propios deseos. Así nuestro gozo será “pleno”. Las alegrías humanas son pasajeras, efímeras, incompletas, insuficientes. Pero ... ¡nos aferramos tanto a ellas! Si nos convenciéramos realmente de estas palabras del Señor sobre la verdadera alegría, nuestra felicidad comenzaría aquí en la tierra y, además, continuaría para siempre en la eternidad.

También toca San Juan el tema del amor en sus cartas. En el Segunda Lectura de hoy (1 Jn. 4, 7-10) tenemos un trozo de su Primera Carta. Y es alentador y agradable ver en ella planteamientos similares a los que nos da en el Evangelio.

“Este en mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como Yo os he amado” (Jn. 15, 12). “Amémosnos los unos a los otros, porque el Amor viene de Dios. Todo el que ama conoce a Dios. El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es Amor ... El Amor consiste en esto: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino que El nos amó primero” (1 Jn.4, 7-8 y 10).

El Amor viene de Dios. Es decir: no podemos amar por nosotros mismos, sino que Dios nos capacita para amar. Es más: es Dios Quien ama a través de nosotros. El que ama -el que ama de verdad- no con un amor egoísta, sino con un amor generoso y oblativo por el que se busca el bienestar del ser amado y no el propio, ése que ama así, ama así porque conoce a Dios. El que ama egoístamente, pensando en sí mismo, en realidad no ama; y no ama porque no conoce a Dios, porque no ama a Dios, porque no complace a Dios, sino que se complace a sí mismo.

Nadie tiene amor más grande a sus amigos, que el que da la vida por ellos” (Jn. 15, 13). El verdadero amor, ese Amor que viene de Dios, con el que podemos amar nosotros, amando como Dios quiere que amemos, puede llegar a la oblación total, a la entrega total de la vida por el ser amado. Y no se trata solamente, ni principalmente, de llegar a la muerte física por el otro, como hizo Jesús por nosotros y como hizo, por ejemplo, un San Maximiliano Kolbe.

Se trata de la oblación de todo lo que consideramos como propio, como nuestros deseos, como nuestras inclinaciones, etc., para optar por los deseos del ser amado. En este caso, para seguir el orden que nos propone San Juan: dejar todos lo deseos nuestros por los deseos de Dios.

Esa oblación es un constante morir a nosotros mismos, al ir dejando lo que consideramos nuestro, para irnos entregando a Dios y a sus deseos y designios. Esa oblación es dar la vida por Dios. Así, si fuera necesario y nos llegara el momento, estamos ya preparados para ofrecer aún nuestra vida física, como lo hizo Cristo y como lo han hecho los santos mártires.

“El Padre les concederá todo lo que le pidan en mi nombre” (Jn. 15, 16). Queda claro que Cristo es nuestro mediador ante el Padre. Pero ... ¿concede el Padre “todo” lo que le pedimos? Para comprender bien esta promesa debemos revisar las lecturas del domingo pasado.

“Si permanecéis en Mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y se os concederá” (Jn. 15, 7). “Puesto que cumplimos los mandamientos de Dios y hacemos lo que le agrada, ciertamente obtendremos de El todo lo que le pidamos”. (1 Jn. 3, 22-23).

Quizás este es el secreto, que no cumplimos los mandamientos, que vivimos al margen de la voluntad de Dios y por esto no son escuchadas todas nuestras plegarias.

Aprendamos hoy a pedir y a amar. A cumplir los mandamientos y a confiar en Dios.

Que Dios os Bendiga a todos. Feliz día del Señor.

Tomás Pajuelo. Párroco.

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6/5/12

Es imposible una vida cristiana sin estar unidos a Cristo

V DOMINGO DE PASCUA

Lecturas: Hechos de los Apóstoles 9,26-31 // Salmo 22(21) // Epístola I de San Juan 3,18-24 // Evangelio según San Juan 15,1-8

Queridos hermanos y hermanas:

El Evangelio de hoy nos presenta la imágen preciosa de la vid y los sarmientos. Es evidente, incluso para los que no sabemos de agricultura ni de viñedos, que si una rama se separa del tallo de la planta, ¡por supuesto! no puede dar fruto, pero además de eso, pierde toda alimentación, termina por secarse y morir.

Es lo que le sucede a cualquiera de nosotros que pretenda marchar de su cuenta por esta vida terrena que -creámoslo o no, querámoslo o no- nos lleva irremisiblemente a la vida en la eternidad. Y esa vida en la eternidad será de Vida y de gloria o será de muerte y de condenación, según hayamos permanecido unidos o no al tallo de la vid, que es Jesucristo.

En efecto, nos dice esto el Señor en este Evangelio: “Al que no permanece en Mí se le echa fuera, como a la rama, y se seca; luego lo recogen, lo arrojan al fuego y arde”. Palabras fuertes, pero reales, indicativas de qué espera a quienes se separan de Jesús. Indicativas de una de las opciones que tenemos para la eternidad: el Infierno. Palabras que hacen referencia también a nuestra vida cotidiana, pues afirman la necesidad de vivir unidos a Cristo para poder dar fruto. Es imposible una vida cristiana sin estar unidos a Cristo. Por eso no cabe decir que podemos vivir nuestra fe en nuestras casas solos, necesitamos participar en los Sacramentos para poder llenarnos de Cristo. Es imprescindible para cualquier cristiano vivir unido a Cristo. La unión más perfecta con el Señor es la que se da en el momento de la Comunión. Cuando comulgamos Cristo Eucaristía entra dentro de nosotros, se hace uno con nosotros, se une nuestra debilidad y su divinidad. Se hacen uno nuestra vida y su Vida. Nuestro cuerpo y su Cuerpo. Nuestro corazón y su Sagrado Corazón.

¿Cómo estamos unidos a Jesús? San Juan nos explica esto en la Segunda Lectura:
”Quien cumple sus mandamientos permanece en Dios y Dios en él. En esto conocemos que El permanece en nosotros” (Jn. 3, 18-24).

Cumplir los mandamientos de Dios es hacer en todo la Voluntad Divina. En esto consiste la unión entre Dios y nosotros: en que hacemos lo que El desea y no lo que nosotros deseamos. Y lo que El desea para nosotros es nuestro máximo bien. Lo que nosotros deseamos para nosotros mismos, no siempre es para nuestro bien.

San Juan nos advierte en esta carta de que no podemos “amar sólo de palabra, sino de verdad y con obras”. “Obras son amores y no buenas razones”, dice el adagio popular. Y ¿cuáles son las obras?

Bien claramente había dejado Cristo expresado lo que son las obras: “No todo el que me dice ‘Señor, Señor’ entrará en el Reino de los Cielos, sino el que hace la Voluntad de mi Padre del Cielo (Mt. 7, 21.) Las obras, entonces, es hacer la Voluntad de Dios.

Orar es necesario, muy necesario. Decir “Señor, Señor” es importante, muy importante. Pero esa oración –si es verdadera, si es sincera- nos lleva con toda seguridad a conformar cada vez más nuestra voluntad con la de Dios, hasta que llegue un momento en que no haya separación entre la Voluntad Divina y la nuestra, porque conformamos nuestra voluntad a la de Dios.

A esa “unión de voluntades” se refiere San Juan cuando nos dice en su carta que “si nuestra conciencia no nos remuerde es porque nuestra confianza en Dios es total”. ¡Claro! Cuando lleguemos de veras a confiar totalmente en Dios y en su providencia para nosotros ¿qué nos va a reprochar nuestra conciencia? Nada, pues ya vivimos en Dios. Pero para llegar a eso hace falta mucha oración, muchas purificaciones de nuestros pecados, muchos actos de entrega a la Voluntad de Dios.

No creamos que a esto se llegue de una vez. El camino es largo, angosto y escarpado. Es un programa de santidad para toda nuestra vida. Y ese programa comienza cuando damos el “sí” definitivo, ese “sí” con el cual nos unimos como rama al tallo que es Cristo para ir recibiendo la savia de la gracia divina que nos va haciendo cada vez más como El quiere que seamos.

Que Dios nos conceda hoy a todos vivir unidos a Cristo, con todo el corazón, con toda nuestra mente, con todo nuestro ser...y así demos testimonio de su Alegria en el mundo. Que Dios os bendiga a todos. Feliz Día del Señor.

Tomás Pajuelo. Párroco.

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