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2/10/11

Octubre, Mes del Rosario

Queridos hermanos y hermanas:

El mes de octubre es el mes del rosario, aunque el rosario es oración de todo el año. Pero en este mes podemos detenernos a valorarlo más, e incluso aprovechar para iniciar a otros en esta oración tan sencilla y tan profunda, tan universal y tan personal. No conozco santo que no haya sido aficionado a esta oración desde que santo Domingo de Guzmán lo fundara (c. 1210). Y es que el corazón humano tiene necesidad de expresarse, y en la oración del rosario encuentra cauce para ello.

La oración del rosario está al alcance de todos, niños y ancianos, jóvenes y adultos. Es una oración que podemos empezar y volver a empezar muchas veces, porque consiste sencillamente en poner el propio corazón en el corazón de María y con ella ir contemplando los distintos misterios de la vida de Jesús. Se trata de una sintonía espiritual entre el orante, María y Jesús. Y el alma queda satisfecha cuando se alimenta de esta oración del rosario, en el que incluye sus peticiones, sus intenciones, los suspiros de su alma.

Es una oración mariana y cristocéntrica. Miramos a María y con ella contemplamos los misterios de la vida de Jesús. Comienza con el Padrenuestro, la oración que nos enseñó el Señor, y concluye, después de las diez avemarías, con el gloria a la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Es una oración del corazón, que repite una y otra vez las mismas palabras -el Avemaría-, que sirven de vehículo para ir centrando la atención en Jesús y en María, para introducirnos en este diálogo de amor entre María y Jesús a lo largo de toda la obra de la redención. Y confiados en Dios volver a los problemas cotidianos, para los que pedimos la ayuda de Dios. Qué bien le suenan a María estas palabras, el saludo del ángel, “llena de gracia”, anunciándole que va a ser madre de Dios, la felicitación de su prima Isabel, “bendita entre todas las mujeres”, que alaba su fe, la petición humilde de los pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte.

Así, los misterios gozosos nos presentan el evangelio de la infancia de Jesús, donde aparece por todas partes la alegría de la salvación que comienza, y que se renueva cada vez que lo recordamos. Son misterios en los que María tiene un protagonismo especial, como la Madre del Redentor. Luego, los misterios luminosos (introducidos en el rosario por el beato Juan Pablo II), que recuerdan momentos importantes de la vida pública del Señor: el Bautismo, las bodas de Caná, la transfiguración, la Eucaristía. Los misterios dolorosos son como un viacrucis vivido con María en aquel camino del Calvario hasta la muerte. El recuerdo de la pasión redentora de Cristo nos hace descubrir una y otra vez su amor por nosotros y la crueldad de nuestros pecados, para que sintamos quebranto con Cristo quebrantado. Y en los misterios gloriosos, se nos comunica la alegría de la victoria de Jesús sobre la muerte, sobre el pecado y sobre Satanás, señalándonos el camino del cielo como meta última de nuestra vida, en la que María ya ha sido introducida incluso con su cuerpo.

El rosario viene a ser como un pequeño compendio del Evangelio, recibido una y otra vez en actitud orante, como María recibía todas estas cosas meditándolas en su corazón. Y además se presta a que lo recemos de manera simple o que lo ampliemos con lecturas bíblicas y poniendo intenciones en cada una de sus decenas, convirtiéndose en una catequesis orante de los misterios centrales de nuestra fe cristiana.

Os recomiendo a todos el rezo diario del rosario. Rezado a solas o en comunidad o en familia. Muchas personas mayores me dicen que es su oración habitual y abundante. Iniciad a los niños y a los jóvenes en esta sencilla oración, de manera que se aficionen a orar con este método sencillo. Llevamos el rosario en nuestras manos, en nuestro bolso, en nuestro coche. Que no sea un simple adorno, sino el instrumento de oración que usamos muchas veces hasta desgastarlo. Y oremos por la paz, por las familias, por los pecadores. Los beatos niños de Fátima nos han dejado un ejemplo precioso de lo que vale esta sencilla oración para transformar el mundo.

Recibid mi afecto y mi bendición,

Demetrio Fernández. Obispo de Córdoba.

Las cartas semanales de nuestro Obispo están también disponibles en vídeo en la página www.canaldiocesis.tv. Ofrecemos a continuación el vídeo correspondiente a la carta transcrita en este artículo.






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6/2/11

«Jóvenes consagrados, un reto para el mundo»

Queridos hermanos y hermanas:

La Jornada Mundial de la Juventud (JMJ), que se celebra en el próximo agosto en Madrid, nos sitúa en ese horizonte juvenil que da alegría y esperanza a nuestra vida. La juventud es frescura y novedad, la juventud es presente renovado y futuro esperanzador. La juventud no es sólo cuestión de edad, sino que es una postura ante la vida, porque hay personas con edad juvenil, que están cansadas de vivir, y hay personas cargadas de años, que viven y contagian una esperanza que ni siquiera la muerte podrá destruir.

En ese horizonte juvenil celebramos el 2 de febrero la Jornada Mundial de la Vida Consagrada, en la fiesta en que Jesús es presentado en el templo en brazos de María su madre. Jesús es presentado y ofrecido como una hostia viva. Ya en los comienzos de su vida, esta escena representa lo que va a ser toda ella: una ofrenda de amor a Dios para rescatar a los hombres atrapados por el pecado, dándoles la libertad de hijos, la dignidad de hijos de Dios. Eso es la vida cristiana.

La vida consagrada es un desarrollo pleno del bautismo, por el que una persona entrega toda su vida a Dios como una ofrenda de amor, para el bien de los demás. La vida consagrada consiste en el seguimiento corporal de Cristo en virginidad-pobreza- obediencia, según los distintos y abundantes carismas que el Espíritu distribuye en la Iglesia para bien de todo el Cuerpo.

La Jornada de la Vida Consagrada nos lleva en primer lugar a dar gracias a Dios por tantas y tantas personas –varones y mujeres– que han respondido a la llamada de Dios, entregando su vida entera. Constituyen un tesoro para la Iglesia y para el mundo: en la vida contemplativa, en la vida misionera, en la vida apostólica, en el campo de la beneficencia, de la educación, de la evangelización. En lugares y formas arriesgadas, expuestos muchas veces a la incomprensión y al rechazo, sin estipendio y sin honores, por amor a Jesucristo y a su Evangelio. Toda una vida ofrecida a Dios, como Jesús fue ofrecido en el templo en brazos de su Madre.

La presencia de la vida consagrada es un gran regalo de Dios a su Iglesia, del que todos somos beneficiarios. En nuestra diócesis de Córdoba constituye un rico patrimonio de santidad acumulada y de vivo testimonio ante el mundo actual. Hay monasterios de vida contemplativa, donde sus monjes y monjas ofrecen su vida en alabanza continua al Señor, haciendo un bien inmenso a nuestro mundo que tanto busca la eficiencia mercantil. Son oasis de humanidad, de frescura juvenil para nuestro mundo agobiado por las prisas. Es muy abundante entre nosotros la presencia de personas consagradas en el campo educativo y asistencial. Congregaciones masculinas y femeninas de larga historia o surgidas recientemente. Contamos con la presencia de personas consagradas en el mundo, como un fermento que rejuvenece nuestra sociedad y la renueva.

Y en los diversos campos, me encuentro con jóvenes que inician su noviciado, realizan sus primeros votos o recorren la etapa de juniorado. Hay menos que antes, pero sigue habiendo bastantes jóvenes de nuestra diócesis de Córdoba que responden a esta llamada del Señor, en la vida sacerdotal y en la vida consagrada. La Jornada Mundial de la Juventud será también una ocasión propicia para que muchos jóvenes sean tocados por esta forma de vida y decidan seguirla. Vale la pena. Esos brotes deben ser apoyados por todos. Son un bien y una esperanza para la Iglesia y para el mundo. La Jornada de la Vida Consagrada nos invita a orar por estas vocaciones, para que superando toda dificultad descubran y experimenten la alegría de entregarse al Señor para bien de la Iglesia y de la humanidad.

Con mi afecto y bendición,

Demetrio Fernández. Obispo de Córdoba.

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24/10/10

«Queremos ver a Jesús»

Queridos hermanos y hermanas:

Con este lema se nos presenta el domingo mundial de las misiones (DOMUND), para recordarnos que la Iglesia “es misionera por naturaleza” (AG 2), es decir, está llamada a expandir el mensaje evangélico por toda la tierra y en todos los tiempos. “La Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano” (LG 1). Este año, octubre misionero ha estado repleto de gracias de Dios para nuestra diócesis de Córdoba.

El pasado día 6 de octubre, en la sesión constituyente del IX Consejo presbiteral, eran presentadas las líneas fundamentales de una colaboración estable entre la diócesis de Córdoba y la Prelatura de Moyobamba-Perú. Un acuerdo firmado por uno y otro obispo establece que la diócesis de Córdoba asume el compromiso estable de atender una zona pastoral, que el obispo de Moyobamba determina. La diócesis de Córdoba tendrá una presencia estable de al menos dos sacerdotes, con la posible presencia de alguna Congregación religiosa, a los que pueden acompañar otros seglares. Es como si nuestra diócesis de Córdoba se “alargara” hasta Moyobamba. Lo cual constituirá como un pulmón de oxígeno permanente, que nos haga respirar con los pulmones de la Iglesia universal.

En estos días ha comenzado esta experiencia, que he tenido la suerte de inaugurar, acompañando a nuestros sacerdotes diocesanos y dejándolos instalados en su nueva parroquia de Ntra. Señora del Perpetuo Socorro, provincia de Picota, departamento de San Martín. El año jubilar de san Francisco Solano, que evangelizó por vez primera tantos territorios de Perú, Bolivia, etc., nos ha traído a nuestra diócesis esta gracia singular, que pedimos al Señor sea duradera por su intercesión.

Pero el Domund nos habla de ese horizonte universal de la Iglesia, que se extiende a toda la tierra. La misión universal de la Iglesia, que preside el Papa y los obispos en comunión con él, tiene en este domingo esa perspectiva, que está canalizada a través de las Obras Misionales Pontificias (OMP). En esta jornada miramos al Papa y a todo el horizonte misionero en el que dejan su vida miles y miles de hombres y mujeres para que Cristo sea conocido y amado. Una de las hazañas más preciosas en el campo de la evangelización es precisamente la obra misionera a lo largo de los siglos. Mirada en su conjunto, uno percibe que sólo puede ser obra de la gracia de Dios. Cómo es posible que tantos hombres y mujeres (seglares, familias enteras, religiosos/as, sacerdotes, obispos) hayan entregado su vida entera y hayan sostenido su entrega en condiciones muy precarias y a costa de su salud, dejando atrás su tierra, sus amigos, su familia, todo por seguir a Jesucristo y anunciarlo a los que no lo conocen. Cuando visito estlos campos de misión en la vanguardia de la Iglesia, siento el entusiasmo renovado de dar y gastar mi vida para que Cristo sea conocido donde Dios me ha colocado, y se me quitan las ganas de quejarme de nada, sino, por el contrario, de ofrecerlo todo por las misiones y los misioneros.

Sólo la gracia de Dios puede explicarlo. Dios es el que fortalece, sostiene y alienta esta tarea. Por eso, es necesario que apoyemos sobre todo con la oración y el sacrifico la obra de las misiones. Los enfermos misioneros, las vocaciones contemplativas con su ofrenda a Dios de cada día, todos los que rezan y se sacrifican por las misiones. La Delegación diocesana de Misiones tiene este especial cometido, el de estimular en toda la diócesis el espíritu misionero, que tanto bien nos hace. El Domund es una llamada a ejercer todos como misioneros. De ese interés, alimentado en la oración y en el sacrificio, brotará la limosna generosa con la que sostener materialmente a los misioneros de todo el mundo. Que nada ni nadie merme esta colecta del Domund, que ponemos en manos del Papa, a través de las OMP, para atender a las misiones de la Iglesia universal. Los misioneros han demostrado que con poco hacen muchísimo. Si somos más generosos podrán hacer mucho más.

Con mi afecto y bendición,

Demetrio Fernández. Obispo de Córdoba.

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19/9/10

San Juan de Ávila, maestro de santos. Nueva etapa en Montilla

Queridos hermanos y hermanas:

La diócesis de Córdoba es la diócesis de San Juan de Ávila, porque en ella murió el 10 de mayo de 1569. Los santos nacen para el cielo el día de su muerte. San Juan de Ávila nació para el cielo en Montilla (Córdoba). Su dies natalis es el 10 de mayo. Ciertamente, los santos son patrimonio de la Iglesia universal, y nadie puede reclamarlos en exclusiva. San Juan de Ávila es uno de los santos más grandes del siglo XVI, maestro de santos, precisamente desde tantos lugares de Andalucía, Extremadura y La Mancha, y finalmente desde su casa de Montilla. Después de su muerte, su influjo se ha extendido como el buen olor de Cristo por toda la Iglesia.

Sin embargo, la diócesis de Córdoba tiene una deuda de gratitud con san Juan de Ávila. No ha sido suficientemente valorado, ni la diócesis ha promovido las causas de beatificación y canonización, ni el doctorado, que está a punto de concluir. En los últimos tiempos, se ha intensificado mucho este interés. Y a las puertas del doctorado, la diócesis toma más conciencia del gran valor “escondido” que tiene uno de sus hijos más famosos, san Juan de Ávila. Los obispos de Córdoba que me han precedido han dado pasos eficaces en esta dirección, sobre todo a partir de su beatificación y canonización. Todo ese camino cuaja ahora en las realizaciones que se anuncian.

Coincide con el doctorado que se acerca, la circunstancia de que los PP. Jesuitas, que han regido el Santuario de San Juan de Ávila (Iglesia de la Encarnación) en Montilla desde los tiempos del Santo Maestro, ceden este templo a la diócesis de Córdoba, que lo atenderá en adelante por medio de sus curas diocesanos. Gratitud a los PP. Jesuitas por su trabajo durante siglos, y nuevos proyectos para esta nueva etapa de relación de la diócesis de Córdoba con San Juan de Ávila.

Son muchos los peregrinos que se acercan hasta la Casa de San Juan de Ávila, hasta su sepulcro, hasta los lugares avilistas de Montilla. La diócesis de Córdoba quiere acogerlos, ofrecerles la posibilidad de retirarse junto al Santo Maestro, de estudiar su doctrina, de captar más de cerca su espiritualidad. La diócesis de Córdoba quiere impulsar el estudio de sus obras, su espiritualidad, su talante y ardor misionero, su experiencia como director espiritual, etc. La diócesis de Córdoba se siente en el deber de llevar a este gran santo a todas las naciones, de manera que se beneficien de él todos los fieles cristianos, laicos, consagrados y sacerdotes, sobre todos los sacerdotes diocesanos, de los cuales es patrono. Para eso, se ha constituido un Centro Diocesano “San Juan de Ávila”, radicado en la Casa de San Juan de Ávila en Montilla, y que unido al Santuario (Iglesia de la Encarnación) que guarda sus reliquias, desplegará una serie de iniciativas para cumplir estos objetivos.

Queremos que toda la diócesis de Córdoba, y especialmente sus sacerdotes y seminaristas, acojan las iniciativas que brotan de este Centro Diocesano “San Juan de Ávila”, las apoyen y las hagan propias, colaborando en lo que esté de su parte. La edición de sus obras en distintas lenguas, la difusión de su figura a través de los modernos medios de comunicación (internet, web, CDs, etc.), la realización de cursos y estudios sobre su rica doctrina y su espiritualidad, serán medios puestos al alcance de todos, para que se beneficien de ello los que quieran.

No debemos quedarnos nosotros al margen. Si san Juan de Ávila es de Córdoba, en Córdoba ha de ser más conocido y más estimado. También la vida consagrada encontrará en él ricas fuentes de inspiración para alimento de su vida y de su carisma. Pido a los monasterios de vida contemplativa que encomienden especialmente los frutos de estas iniciativas. Y si él ha dejado huella por su espiritualidad eucarística, por su amor a la Iglesia, por su talante pastoral, como misionero y director de almas, habremos de potenciar más estos aspectos en nuestra espiritualidad y en la pastoral de nuestra diócesis para hacernos dignos herederos de su rica herencia.

La diócesis de Córdoba está con san Juan de Ávila, porque San Juan de Ávila ha estado siempre con la diócesis de Córdoba.

Recibid mi afecto y mi bendición,

Demetrio Fernández. Obispo de Córdoba.

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12/9/10

Fray Leopoldo y Madre Purísima

Queridos hermanos y hermanas:

Los santos son amigos, aunque no se hayan conocido en la tierra. Gozan de Dios para siempre y tiran de nosotros hacia el cielo. Los santos son nuestros hermanos mayores, y nos conviene hacernos amigos suyos, porque ellos nos enseñan la sabiduría de la vida.

En los próximo días, la Iglesia que camina en Andalucía vive el gozo de ver a dos hijos suyos que son proclamados beatos, es decir, que están con Dios en el cielo –en eso consiste la beatitud, la felicidad– y que son ejemplo de vida cristiana para todos nosotros, porque han vivido la vida cristiana de manera heroica en todas las virtudes. Ellos constituyen para nosotros un reclamo fuerte para que no nos distraigamos de lo esencial, sino que, en medio de nuestras múltiples tareas y problemas, no olvidemos que la sabiduría consiste en amar a Dios por encima de todo y amar a los demás cono Cristo nos ha enseñado. Esto es ser santo, y también nosotros estamos llamados a ser santos.

Fray Leopoldo nació en 1864 y murió en 1956, con 92 años. Natural de Alpandeire, en la sierra rondeña, era un campesino que se ganaba la vida con su trabajo sencillo y rudo del campo. En esa vida sencilla, encontraba tiempo para la oración, acudir a la Santa Misa, y para la caridad con los demás. A los 35 años, ingresó en los Capuchinos de Sevilla, y estuvo casi toda su vida en Granada. Era muy conocido por su alforja que pedía limosna y porque repartía misericordia a todo el mundo. Su vida es muy sencilla, como el Evangelio, pero es una vida llena de amor a Dios y a los necesitados. La devoción a fray Leopoldo está muy extendida, porque la gente descubre en él un resumen del Evangelio, al estilo de san Francisco de Asís, y un poderoso intercesor para tantos corazones humanos que necesitan misericordia.

Madre María de la Purísima es una Hermana de la Cruz, una hija de santa Ángela de la Cruz. Nació en Madrid en 1926 de una familia rica, una “chica del barrio de Salamanca”, y enamorada de Cristo se hizo pobre como Él para ayudar a los pobres. Murió en Sevilla en 1998, casi antesdeayer. De manera, todos nosotros somos contemporáneos suyos. Ha sido una vida tan evangélica que su proceso para proclamarla beata ha sido fulminante. Con este gesto de rapidez, la Iglesia quiere decirnos que la santidad está al alcance alcance de la mano, que no es sólo cosa de los antiguos, sino también de nuestros días, porque es un don que Dios nos ofrece continuamente. Y en el caso de Madre Purísima, nos viene a decir además que la mejor renovación de la vida religiosa consiste en la fidelidad al carisma fundacional, en la fidelidad a la Madre fundadora, como lo ha hecho esta santa religiosa.

Cuántas Congregaciones van camino de desaparición por pretender una renovación que les ha hecho olvidar el amor primero. Queriendo “aplicar el Concilio” han perdido el norte. Ese camino es un camino estéril, que les priva de vocaciones, -menos mal!-. Madre María Purísima es una lección de renovación en fidelidad a sor Ángela de la Cruz, su fundadora. Madre Purísima nos enseña que el amor a los pobres no es palabrería, sino despojamiento de sí mismo, humildad, sencillez y entrega, al estilo de Jesús. Ella nos enseña un amor a la Iglesia y a sus pastores, que son garantía de autenticidad.

La alegría de estas dos beatificaciones debe llenarnos el corazón de esperanza. La Iglesia, madre y maestra, nos dice por dónde hemos de ir y por dónde no. Amor a Dios, sí. Amor a los pobres, también. Fidelidad al carisma fundacional, por encima de todo. Adaptarse al mundo, no. Secularización de la vida religiosa, menos aún. La autenticidad viene de dentro y se muestra fuera, también en el hábito. Cuando se vive la autenticidad del Evangelio, brota vida, hay vocaciones. Eso es lo que ha prometido Jesús, lo demás nos lo inventamos nosotros, y así nos va tantas veces. Imitemos a los santos. Son nuestros hermanos mayores, que nos enseñan el camino de la vida, y nos animan a alcanzar la santidad que Dios nos ofrece continuamente.

Con mi afecto y bendición,

Demetrio Fernández. Obispo de Córdoba.

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7/9/10

Carta Pastoral de nuestro Obispo al inicio del año pastoral 2010-2011

Queridos hermanos, queridos hijos:


Al comenzar el nuevo curso 2010-2011, conviene que tengamos presentes algunas pautas comunes en nuestra pastoral diocesana. Son como acentos o subrayados a la pastoral ordinaria, que es la que llena nuestras agendas y nuestro calendario. El anuncio del Evangelio y la catequesis en todas sus formas, el culto a Dios en la celebración de la liturgia y particularmente en la Eucaristía, y el testimonio de caridad entre nosotros y hacia los necesitados, son como los ejes constantes de la acción pastoral en nuestras parroquias y en toda la diócesis...


El documento completo puede descargarse para su lectura aquí. (No lo hemos transcrito en su integridad a esta página por su extensión y la difícil lectura en este formato).

Las cartas semanales de nuestro Obispo están también disponibles en vídeo en la página
Ofrecemos a continuación el vídeo (en dos partes) correspondiente a esta Carta Pastoral.













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24/2/10

Conociendo a nuestro obispo, D. Demetrio Fernández

Obispo de Tarazona en los últimos cinco años, D. Demetrio Fernandez acaba de ser nombrado por el Papa Benedicto XVI Obispo de Córdoba.

Monseñor Demetrio Fernández Martínez nació hace 60 –precisamente el 15 de febrero de 1950- en la localidad toledana de Puente del Arzobispo. Estudió en los seminarios de la archidiócesis toledana y fue sacerdote de su presbiterio.

Fue ordenado sacerdote el 22 de diciembre de 1974, de manos del cardenal Marcelo González Martín, de quien sería, con el paso del tiempo, estrecho colaborador. Realizó estudios superiores de Derecho Canónico y de Teología. Es doctor en esta última disciplina con una tesis sobre Cristología dirigida por el arzobispo Angelo Amato. Durante 26 años fue el profesor de Cristología en el seminario de Toledo. En su servicio a la archidiócesis primada trabajó en parroquias –al ser nombrado obispo en diciembre de 2004 era párroco de Santo Tomé de Toledo-, en movimientos apostólicos, en la formación sacerdotal -aparte de profesor del seminario, formador y rector del seminario de Santa Leocadia para vocaciones tardías, fue delegado episcopal de Evangelización, Doctrina de la Fe y Relaciones Interconfesionales de 1997 a 2004- y como provicario general de 1992 a 1996.

Fue ordenado obispo en el monasterio de Veruela el 9 de enero de 2005. En la CEE pertenece a las Comisiones Episcopal para la Doctrina de la Fe y la Vida Consagrada y es el obispo asesor del Orden de las Vírgenes en España.

Como complemento a esta semblanza, recomendamos las siguientes lecturas:

18/2/10

Monseñor Demetrio Fernández, nuevo Obispo de Córdoba

Queridos fieles de la diócesis de Córdoba:

Monseñor Demetrio Fernández, nuevo Obispo de CórdobaEl Santo Padre Benedicto XVI me ha nombrado Obispo de Córdoba. Desde que he recibido la noticia de este nombramiento, he sentido el deseo de conoceros más para poder serviros mejor, he comenzado a quereros con toda mi alma, estoy deseando encontrarme con vosotros.

He oído hablar mucho de vosotros, y muy bien. Y ahora todo me resuena cuando oigo hablar de la diócesis de Córdoba, que Dios en su infinita misericordia me confía. «Os habéis convertido en modelo para todos los creyentes» (1Ts 1,7) en España y más allá de nuestras fronteras. «La Palabra de Dios y vuestra fe en Dios se ha difundido por todas partes» (Ib.). Tenéis una enorme responsabilidad, que a partir de ahora voy a compartir con vosotros. «Al que mucho se le dio, mucho se le pedirá» (Lc 12,48).

A partir de este momento la historia de la diócesis de Córdoba, vuestras historias personales y mi propia historia se entrecruzan, gracias al designio amoroso de Dios para todos nosotros en su santa Iglesia. Ni yo os he elegido a vosotros, ni vosotros me habéis elegido a mí. Es Dios el que nos llama, es Él quien nos precede, Él quien nos envía y acompaña, Él quien suscita la fe y el amor de la mutua acogida. Miremos con ojos de fe estos acontecimientos, porque es Dios, a través de tantas mediaciones humanas, el que dirige vuestros pasos y los míos para que caminemos juntos, bajo la protección del arcángel san Rafael, en Córdoba. ¡Bendito sea Dios, que nos muestra su amor de tantas maneras!

Por lo que ya conozco de vosotros y de lo que Dios hace en medio de vosotros, voy lleno de esperanza a una diócesis viva. Le pido al Señor –hacedlo también vosotros– que me haga capaz de alentar más y más esa vida, que el Hijo eterno Jesucristo, por su encarnación redentora, ha venido a traer para todos los hombres, «para que tengan vida y vida abundante» (Jn 10.10), porque «esta es la voluntad de Dios, que seáis santos» (1Ts 4,3).

Córdoba es la sede del obispo Osio, con quien he tratado frecuentemente en mis clases de cristología. Córdoba tiene una larga historia de santos y de mártires, testigos de un amor que vence todas las dificultades, en la época visigótica, en la época musulmana, en el medioevo, en la época contemporánea y reciente. Que con todos ellos podamos experimentar también nosotros que «en todo esto vencemos fácilmente por Aquel que nos amó» (Rm 8,37) y podamos presentar al mundo de hoy la belleza de la vida cristiana.

Saludo particularmente a Mons. Juan José Asenjo, mi hermano y amigo, que ha sido vuestro obispo en los últimos años, y que ahora es nuestro arzobispo metropolitano desde Sevilla y administrador apostólico de Córdoba. Os saludos a todos vosotros, queridos hermanos sacerdotes, mayores y jóvenes, que tenemos en san Juan de Ávila un estímulo permanente para arder en el amor a Cristo y en el celo por las almas. Y con los sacerdotes, a todos los seminaristas que se preparan al sacerdocio. Dichosos los que habéis sido llamados por el Señor y dichosos por haber respondido generosamente a esta vocación.

Saludo a todos los consagrados en los distintos y abundantes carismas que enriquecen nuestra diócesis, en la vida apostólica y en la vida contemplativa. Constituís una enorme riqueza para la vida de la Iglesia y de nuestra diócesis.

Os saludo, queridos fieles laicos, porque «vosotros sois la sal de la tierra, vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5,13.14). Mi corazón se dirigen especialmente a los jóvenes, «porque habéis vencido al Maligno» (1Jn 2,13) y en san Pelayo y en el beato Bartolomé Blanco tenéis un referente de vida cristiana.

Presento mis respetos a las autoridades civiles, militares y culturales, tanto locales y provinciales de Córdoba, como autonómicas y estatales en Andalucía. Por todos ellos ruego «para que podamos vivir una vida tranquila y apacible con toda piedad y dignidad» (1Tm 2,2). Y ofrezco mi colaboración desde el Evangelio para el bien común de los cordobeses.

Mi saludo especial y mi cercanía para todos los que sufren por cualquier causa, por la enfermedad, por el paro, por el desamor, por la carencia de Dios. El Espíritu del Señor me ha ungido y me ha enviado para sanar los corazones afligidos.

Que la Virgen de la Fuensanta nos preceda y acompañe. A todos, mi abrazo y mi afecto, mientras os bendigo en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo.

Hasta pronto:

† Demetrio Fernández, obispo de Tarazona y obispo electo de Córdoba

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29/11/09

Al comienzo de un nuevo Adviento

Queridos hermanos y hermanas:

Juan José Asenjo. Administrador Apostólico de CórdobaIniciamos en este domingo el año litúrgico y, con él, el tiempo santo de Adviento, en el que nos preparamos para recordar la primera venida del Señor hace veinte siglos y su nacimiento en la cueva de Belén. Pero la celebración del nacimiento del Señor es algo más que un recuerdo, un aniversario o un cumpleaños. Es un acontecimiento actual, porque la liturgia lo actualiza sacramentalmente cada año y porque toca y compromete profundamente nuestra existencia: el Señor que vino al mundo en la primera Navidad y que volverá glorioso al final de los tiempos, quiere venir ahora a nuestros corazones y a nuestras vidas.

Del mismo modo que el pueblo de Israel se preparó para la venida del Mesías, que era esperado como el cumplimiento de la promesa hecha por Dios a nuestros primeros padres, renovada a los patriarcas y reiterada una y mil veces por la palabra de los profetas, así también hoy el nuevo pueblo de Dios, los cristianos, nos preparamos intensamente para celebrar el recuerdo actualizado de aquel gran acontecimiento, que significó el comienzo de nuestra salvación. Sólo si disponemos nuestro corazón para acoger al Señor, como lo hicieron María y José, los pastores y los magos, el Adviento y la Navidad será para nosotros un hito de gracia y salvación.

A lo largo de las cuatro semanas de Adviento escucharemos en la liturgia a los profetas que anunciaron la llegada del Mesías esperado. Isaías, Zacarías, Sofonías y Juan el Bautista nos invitarán a prepararnos para recibir a Jesús, a allanar y limpiar los caminos de nuestra alma, es decir, a la conversión y al cambio interior, para acoger con un corazón limpio al Señor que nace, que debe nacer o renacer con mayor intensidad en nuestras vidas.

Adviento significa advenimiento y llegada; significa también encuentro de Dios con el hombre. En estos días, el Señor, que vino hace 2000 años, se va a hacer el encontradizo con nosotros. Para propiciar nuestro encuentro con Él, yo os propongo algunos caminos: en primer lugar, el camino del desierto, de la soledad y del silencio interior, tan necesarios en el mundo de ruidos y prisas en que estamos inmersos, que tantas veces propicia actitudes de inconsciencia y a la alienación. Necesitamos en estos días cultivar la interioridad; necesitamos entrar con sinceridad y sin miedo en el hondón de nuestra alma para tomar conciencia de las miserias, infidelidades y pecados que llenan nuestro corazón e impiden que Jesucristo lo posea y oriente. Qué bueno sería iniciar o concluir el Adviento con una buena confesión, que nos reconcilie con el Señor y con la Iglesia, permitiéndonos reencontrarnos con Él.

El Adviento es tiempo además de oración intensa, prolongada, humilde y confiada, en la que, como los justos del Antiguo Testamento repetimos muchas veces Ven, Señor Jesús. La oración tonifica y renueva nuestra vida, nos ayuda a crecer en espíritu de conversión, a romper con aquello que nos esclaviza y que nos impide progresar en nuestra fidelidad. Por ello, es siempre escuela de esperanza. La oración nos ayuda además a abrir las estancias más recónditas de nuestra alma para que el Señor las ilumine y dé un nuevo sentido a nuestra vida.

Nuestro encuentro con el Señor que viene de nuevo a nosotros en este Adviento no será posible sin la mortificación, el ayuno y la penitencia, que preparan nuestro espíritu y lo hace más dócil y receptivo a la gracia de Dios. Tampoco será posible si no está precedido de un encuentro cálido con nuestros hermanos, con actitudes de perdón, ayuda, desprendimiento, servicio y amor, pues no podemos decir que acogemos al Señor que viene de nuevo a nosotros, si no renovamos nuestra fraternidad, si no le acogemos en los hermanos, especialmente en los más pobres y necesitados, que son legión en estos momentos como consecuencia de la crisis económica.

El Adviento es uno de los tiempos especialmente fuertes del año litúrgico. Por ello, hemos de vivirlo con intensidad y con esperanza, la virtud propia del Adviento, la esperanza en el Dios que viene a salvarnos, que viene a dar respuesta a nuestras perplejidades y sinsentidos, a poner bálsamo en nuestras heridas, a devolvernos la libertad y a alentarnos con la promesa de la salvación definitiva, de una vida eterna, feliz y dichosa.

Con el Adviento iniciamos la novena de la Inmaculada. La Santísima Virgen es el mejor modelo del Adviento. Ella acogió a su Hijo, primero en su corazón y después en sus entrañas. Ella, como dice la liturgia, esperó al Señor con inefable amor de Madre y preparó como nadie su corazón para recibirlo. Que Ella sea nuestra compañera y guía en nuestro camino de Adviento. Que Ella nos ayude a prepararnos para recibir al Señor y para que el encuentro con Él transforme nuestras vidas y nos impulse a testimoniarlo y anunciarlo.

Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.

Juan J. Asenjo. Obispo de Córdoba.

Las cartas semanales de nuestro Administrador Apostólico estarán también disponibles en vídeo en la página

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27/9/09

Ante el mes del rosario

Queridos hermanos y hermanas:

Juan José Asenjo. Administrador Apostólico de CórdobaEl próximo jueves comenzaremos el mes de octubre, mes que en la piedad popular está dedicado al Santo Rosario, devoción que ha alimentado la fe de muchas generaciones de cristianos y que ha sido reiteradamente recomendada por los Papas. Juan XXIII la consideraba como una “muy excelente forma de oración meditada”; Juan Pablo II nos confesó que era su “devoción predilecta”; Benedicto XVI, por su parte, nos ha dicho que “si la Eucaristía es para el cristiano el centro de la jornada, el Rosario contribuye de manera privilegiada a dilatar la comunión con Cristo, y enseña a vivir manteniendo fija en Él la mirada del corazón para irradiar sobre todos y sobre todo su amor misericordioso”.

El Papa actual se ha referido en varias ocasiones a esta devoción tan sencilla como entrañable. El sábado 3 de mayo de 2008, en la basílica romana de Santa María la Mayor, después de rezar el Rosario ante el icono de Santa María “Salus populi romani”, pronunció una preciosa homilía, en la que afirmó que “el Santo Rosario no es una práctica piadosa del pasado, como oración de otros tiempos en los que se podría pensar con nostalgia”. Al contrario, a juicio del Papa, es una devoción muy actual, que incluso en muchos lugares “está experimentando una nueva primavera”.

El Papa afirmó también que cuando rezamos el Rosario y contemplamos los misterios de gozo, de luz, de dolor y de gloria, revivimos los hitos más importantes y significativos de la historia de la salvación y recorremos las diversas etapas de la vida y misión de Cristo. Entonces, de la mano de María y penetrándonos de sus sentimientos, orientamos nuestro corazón hacia Jesús, poniéndolo en el centro de nuestra vida, de nuestro tiempo, de nuestras actividades, de nuestros sufrimientos y alegrías, como hacía la Virgen, que meditaba en su corazón todo lo que se decía de su Hijo, y también lo que Él hacía y decía.

En un mundo tan disperso y complicado como el nuestro, acuciados por las prisas, muchos cristianos difícilmente encuentran espacios para la oración personal serena y dilatada. Todos, sin embargo, niños y jóvenes, adultos y mayores, y muy especialmente los enfermos, tenemos cada día mil oportunidades de practicar esta devoción, en casa, en la calle, camino del trabajo, en el coche o en el autobús. Qué bueno sería recuperar esta devoción también en las familias. Cuánta paz brotaría en las relaciones familiares, cuántas crisis se evitarían, cuántas quiebras de la unidad, cuánto dolor y cuánto sufrimiento. La vida familiar es muy distinta cuando en el hogar se concluye la jornada rezando el Rosario, pues como nos dice el Papa “cuando se reza el Rosario de modo auténtico, no mecánico o superficial sino profundo, trae paz y reconciliación. Encierra en sí la fuerza sanadora del Nombre Santísimo de Jesús, invocado con fe y con amor en el centro de cada Avemaría”.

Algunos justifican el abandono del rezo del Rosario diciendo que es una devoción que nos aleja del mundo, de los dolores y sufrimientos de nuestros hermanos. No es verdad si llenamos el Rosario de nombres e intenciones, encomendando a la Virgen a nuestra familia, los enfermos y los que sufren, nuestra patria, el ministerio del Papa y del obispo, nuestra Diócesis, sacerdotes y seminaristas, la unidad de los cristianos, la paz del mundo y los grandes problemas de la humanidad. De esta forma, la plegaria del Rosario sintoniza con la vida diaria y penetra de la forma más sublime en el corazón del mundo.

El rezo del Rosario es uno de los signos más elocuentes de nuestro amor a la Santísima Virgen. Por ello, todos tendríamos que recuperarlo. Además hace mucho bien a quien lo reza devotamente. La contemplación de los misterios obra en nosotros una cierta connaturalidad con lo que meditamos, al tiempo que nacen en nuestros corazones las semillas del bien, que producen frutos de paz, bondad, justicia y reconciliación. Ningún buen cristiano debería acostarse tranquilo sin rezar cada día el Rosario.

Concluyo recordando a los sacerdotes algunas sugerencias que más de una vez me habéis escuchado: no dejéis perder la preciosa tradición del Rosario de la Aurora donde existe esta costumbre y creadla allí donde sea posible. Restaurad donde se haya perdido el rezo del Rosario en la parroquia antes de la Misa de la tarde. Sugiero otro tanto en las aldeas en las que no se celebra la Misa en los días laborables. No es admisible que la iglesia permanezca cerrada durante toda la semana. Siempre encontraréis un laico, hombre o mujer, que avise a toque de campana que un grupo de fieles se reúnen para honrar a la Virgen. Es una hermosa manera de mantener viva la fe de nuestro pueblo y de recordar a todos que, además de los valores puramente terrenales, hay otros valores que dan firmeza y sentido a nuestra vida.

Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.

Juan J. Asenjo. Obispo de Córdoba.

Desde este mes de septiembre las cartas semanales de nuestro Administrador Apostólico estarán también disponibles en vídeo en la página

Ofrecemos a continuación el vídeo correspondiente a la carta transcrita en este artículo.







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12/4/09

El Señor ha resucitado, aleluya

Queridos hermanos y hermanas:

Juan José Asenjo. Administrador Apostólico de CórdobaTermina la Semana Santa con la solemnidad de la Resurrección del Señor. La Iglesia, que ha estado velando junto al sepulcro de Cristo, proclama jubilosa en la Vigilia Pascual las maravillas que Dios ha obrado a favor de su pueblo desde la creación del mundo y a lo largo de toda la historia de la salvación. Canta, sobre todo, el gran prodigio de la resurrección de Jesucristo, del que las otras maravillas eran sólo pálida figura. Jesucristo, la luz verdadera que alumbra a todo hombre, que pareció oscurecerse en el Calvario, alumbra hoy con nuevo fulgor, disipando las tinieblas del mundo y venciendo a la muerte y al pecado. Jesucristo resucitado, brilla hoy en medio de su Iglesia e ilumina los caminos del mundo y nuestros propios caminos.

La resurrección del Señor es el corazón del cristianismo. Nos lo dice abiertamente San Pablo: “Si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe... somos los más desgraciados de todos los hombres” (1 Cor 15, 14- 20). La resurrección del Señor es el pilar que sostiene y da sentido a toda la vida de Jesús y a nuestra vida. Ella es el hecho que acredita la encarnación del Hijo de Dios, su muerte redentora, su doctrina y los signos y milagros que la acompañan. La resurrección del Señor es también el más firme punto de apoyo de la vida y del compromiso de los cristianos, lo que justifica la existencia de la Iglesia, la oración, el culto, la piedad popular, nuestras tradiciones y nuestro esfuerzo por respetar la ley santa de Dios.

Para algunos, la resurrección de Jesús es una quimera, un hecho legendario o simbólico sin consistencia real. No sería otra cosa que la pervivencia del recuerdo y del mensaje del Maestro en la mente y en el corazón de sus discípulos. Gracias a las mujeres, que ven vacío el sepulcro del Señor, y a los numerosos testigos que a lo largo de la Pascua contemplan al Señor resucitado, nosotros sabemos que esto no es verdad. La resurrección del Señor es el núcleo fundamental de la predicación de los Apóstoles. Ellos descubrieron la divinidad de Jesús y creyeron en Él, cuando le vieron resucitado. Hasta entonces se debatían entre brumas e inseguridades.

Ser cristiano consiste precisamente en creer que Jesús murió por nuestros pecados, que Dios lo resucitó para nuestra salvación y que, gracias a ello, también nosotros resucitaremos. Por ello, el Domingo de Pascua es la fiesta primordial de los cristianos, la fiesta de la salvación y el día por antonomasia de la felicidad y la alegría. La resurrección de Jesús es el triunfo de la vida, la gran noticia para toda la humanidad, porque todos estamos llamados a la vida espléndida de la resurrección. La fe en la resurrección no ocupa hoy el centro de la vida de muchos cristianos. Precisamente por ello, nuestro mundo es tan pobre en esperanza. Lo revelan cada día no pocas noticias dramáticas. La resurrección del Señor, sin embargo, alimenta nuestra esperanza. Gracias a su misterio pascual, el Señor nos ha abierto las puertas del cielo y prepara nuestra glorificación. Los cristianos esperamos “unos cielos nuevos y una tierra nueva”, en los que el Señor “enjugará las lágrimas de todos los ojos, donde no habrá ya muerte ni llanto, ni gritos, ni fatiga, porque el mundo viejo habrá pasado” (Apoc 21, 4).

Esta esperanza debe iluminar todas las dimensiones y acontecimientos de nuestra vida. Para bien orientarla, tenemos que aceptar esta verdad fundamental: un día resucitaremos, lo que quiere decir que ya desde ahora debemos vivir la vida propia de los resucitados, es decir, una vida alejada del pecado, del egoísmo, de la impureza y de la mentira; una vida pacífica, honrada, austera, fraterna, cimentada en la verdad, la justicia, la misericordia, el perdón, la generosidad y el amor a nuestros hermanos; una vida, por fin, sinceramente piadosa, alimentada en la oración y en la recepción de los sacramentos.

La resurrección del Señor debe reanimar nuestra esperanza debilitada y nuestra confianza vacilante. Esta verdad original del cristianismo debe ser para todos los cristianos manantial de alegría y de gozo, porque el Señor vive y nos da la vida. Gracias a su resurrección, sigue siendo el Enmanuel, el Dios con nosotros, que tutela y acompaña a su Iglesia “todos los días hasta la consumación del mundo”. Desde esta certeza, felicito a todas las comunidades de la Diócesis. Que el anuncio de la resurrección de Jesucristo os anime a vivir con hondura vuestra vocación cristiana. Así se lo pido a la Santísima Virgen, que hoy más que nunca es la Virgen de la Alegría. Que ella nos haga experimentar a lo largo de la Pascua y de toda nuestra vida la alegría y la esperanza por el destino feliz que nos aguarda gracias a la resurrección de su Hijo.

Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición. Feliz Pascua de Resurrección.

Juan J. Asenjo. Obispo de Córdoba.

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22/2/09

La Cuaresma, tiempo de ayuno y solidaridad

Queridos hermanos y hermanas:

Juan José Asenjo. Obispo de CórdobaEl próximo miércoles, con la bendición de la ceniza, comenzaremos el tiempo santo de Cuaresma, tiempo de gracia y salvación, en el que todos estamos invitados a convertirnos por el camino de las prácticas penitenciales de siempre, la oración más intensa, el ayuno y la limosna. El Papa Benedicto XVI acaba de hacer público su Mensaje para la Cuaresma de este año. Lleva por título: “Jesús, después de hacer un ayuno de cuarenta días y cuarenta noches, al fin sintió hambre” (Mat 4,2). En él, el Papa reflexiona sobre el valor cristiano del ayuno y se pregunta qué sentido tiene para nosotros los cristianos privarnos de algo que en sí mismo es bueno para nuestro sustento. La Sagrada Escritura y la tradición cristiana enseñan que el ayuno es una gran ayuda para evitar el pecado y un medio para recuperar la amistad con el Señor. Por ello, la Palabra de Dios nos invita muchas veces a ayunar. Jesús nos da ejemplo ayunando durante cuarenta días en el desierto y rechazando el alimento ofrecido por el diablo. La práctica del ayuno está también muy presente en la primera comunidad cristiana y los Padres de la Iglesia hablan de la fuerza del ayuno, capaz de frenar el pecado, reprimir los deseos del “viejo Adán” y abrir en nuestro corazón el camino hacia Dios.

En nuestros días, como nos dice el Papa, la práctica del ayuno ha perdido relevancia desde la perspectiva ascética y espiritual. En muchos ambientes cristianos ha llegado incluso a desaparecer. Al mismo tiempo, ha ido acreditándose como una medida terapéutica conveniente para el cuidado del propio cuerpo y como fuente de salud. Siendo esto cierto, a juicio de los expertos, para nosotros los cristianos el ayuno es una “terapia” para curar todo lo que nos impide conformarnos con la voluntad de Dios. El ayuno nos ayuda a no vivir para nosotros mismos, sino para Aquél que nos amó y se entregó por nosotros y a vivir también para nuestros hermanos.

La Cuaresma que estamos a punto de iniciar nos depara la oportunidad de recuperar el auténtico significado de esta antigua práctica penitencial, que nos ayuda a mortificar nuestro egoísmo, a romper con los apegos que nos separan de Dios, a controlar nuestros apetitos desordenados y a ser más receptivos a la gracia de Dios. El ayuno contribuye a afianzar nuestra conversión al Señor y a nuestros hermanos, a entregarnos totalmente a Dios y, como dice el Papa en su Mensaje, “a abrir el corazón al amor de Dios y del prójimo, primer y sumo mandamiento de la nueva ley y compendio de todo el Evangelio”. El ayuno nos ayuda además a crecer en intimidad con el Señor. Así lo reconoce San Agustín en su pequeño tratado sobre “La utilidad del ayuno” cuando afirma: “Yo sufro, es verdad, para que Él me perdone; yo me castigo para que Él me socorra, para que yo sea agradable a sus ojos, para gustar su dulzura”. La privación voluntaria del alimento material nos dispone interiormente para escuchar a Cristo y alimentarnos de su palabra de salvación. Con el ayuno y la oración más constante y dilatada en estos días de Cuaresma, el Señor sacia cumplidamente los anhelos más profundos del corazón humano, el hambre y la sed de Dios.

La práctica voluntaria del ayuno nos permite también caer en la cuenta de la tristísima situación en que viven muchos hermanos nuestros, casi un tercio de la humanidad, que se ven forzados a ayunar como consecuencia de la injusta distribución de los bienes de la tierra y de la insolidaridad de los países desarrollados. Desde la experiencia ascética del ayuno, y por amor a Dios, hemos de inclinarnos como el Buen Samaritano sobre los hermanos que padecen hambre, para compartir con ellos nuestros bienes. Y no sólo aquellos que nos sobran, sino también aquellos que estimamos necesarios, porque si el amor no nos duele es un amor engañoso. Con ello demostraremos que nuestros hermanos necesitados no nos son extraños, sino alguien que nos pertenece.

En la antigüedad cristiana se daba a los pobres el producto del ayuno. En la coyuntura social que estamos viviendo como consecuencia de la crisis económica, hemos de redescubrir y promover esta práctica penitencial de la primitiva Iglesia. Por ello, pido a las comunidades cristianas de la Diócesis, a los sacerdotes, consagrados, seminaristas y laicos que, junto a las prácticas cuaresmales tradicionales, la oración, la escucha de la palabra de Dios, la mortificación y la limosna, intensifiquen el ayuno personal y comunitario, destinando a los pobres, a través de nuestras Caritas, aquellas cantidades que gracias al ayuno se puedan recoger.

Que la Santísima Virgen sostenga a toda la comunidad diocesana en el empeño de liberar nuestro corazón de la esclavitud del pecado, nos aliente en nuestra conversión al Señor y nos conceda una Cuaresma fructuosa y santa.

Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.

Juan J. Asenjo. Obispo de Córdoba.

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18/1/09

San Pablo emigrante y apóstol de los pueblos

Queridos hermanos y hermanas:

Juan José Asenjo. Obispo de CórdobaCelebramos en este domingo la Jornada Mundial de las Migraciones, que este año tiene como protagonista a San Pablo, al conmemorar el segundo milenario de su nacimiento. Él fue emigrante. Nacido en Tarso de Cilicia, perteneció a una familia judía, que había salido de su tierra buscando en Asia Menor mejores condiciones de vida. Educado en la fe de sus padres, fue en su juventud un judío celoso y observante de la ley de Moisés. Por ello, tan pronto como el cristianismo comienza a expandirse, pide licencia al sanedrín judío para perseguir a los cristianos. Dirigiéndose a Damasco, una luz cegadora lo derriba del caballo. Tiene lugar entonces su encuentro decisivo con Cristo que marcará toda su vida. Después de este prodigio, marcha a Arabia. Vive allí un período de interiorización orante, en el que comprende en toda su hondura el misterio de Cristo y decide vivir sólo para Él y para la misión que el Señor le encomienda; anunciar a Jesucristo, salvador y redentor, a los gentiles. En sus múltiples viajes misioneros, funda numerosas comunidades cristianas, que serán su gozo y su corona.

Mientras en su misión apostólica San Pablo fue itinerante por vocación, en nuestro mundo hay millones y millones de hermanos nuestros que han tenido que abandonar sus países huyendo del hambre y de la pobreza extrema, a veces jugándose la vida y pereciendo en el intento, como es bien conocido por todos. En España tenemos hoy cerca de cinco millones de inmigrantes. Buscan un futuro mejor para ellos y sus familias. Muchos son ilegales, condición que los hace sumamente frágiles. Con frecuencia, son víctimas de empresarios sin escrúpulos que se aprovechan de su situación para explotarlos, cosa que sucede especialmente con las mujeres. Ellos son las primeras víctimas de la actual crisis económica, cuya magnitud y duración todavía es difícil calibrar. Ellos son los primeros en sufrir el paro, con el agravante de no contar en muchos casos con el apoyo y el calor solidario de una familia.

Las dificultades y sufrimientos de los inmigrantes, que están padeciendo ya las consecuencias de la depresión económica, la carencia de hogar y futuro laboral, el hambre y el frío, golpean nuestra conciencia de cristianos y nos invitan a adoptar las actitudes exigidas por nuestra condición de discípulos de Jesús, que se identifica con el pobre, el enfermo, el preso y el inmigrante, y a quien acogemos y servimos cuando lo hacemos con estos hermanos nuestros (Mt 25, 35-36). Nuestras comunidades cristianas y nuestras parroquias deben ser siempre comunidades abiertas y dispuestas a acoger y servir. Lo exige la dignidad de toda persona y sus derechos inalienables.

Ante la crisis, comunidades fraternas, es el lema elegido para esta Jornada por los Obispos de la Comisión Episcopal de Migraciones. Con él nos quieren decir que las comunidades parroquiales, con sus Caritas, en la medida de sus posibilidades, están llamadas a ser en estos momentos el primer ámbito de acogida, de ayuda y servicio fraterno a los inmigrantes, espoleando la generosidad de los fieles ante esta situación de auténtica emergencia social, que los sacerdotes y los miembros de nuestras Caritas conocen mejor que nadie.

A la Delegación Diocesana de Migraciones y a sus voluntarios, en estrecha colaboración con la Caritas Diocesana, las Caritas parroquiales y las obras sociales y caritativas de los religiosos, compete la tarea de defender la dignidad y los derechos fundamentales de los inmigrantes y ejercer la misión profética, denunciando posibles injusticias. A todos ellos, corresponde idear fórmulas imaginativas para ayudar a los inmigrantes sin techo, sin trabajo y sin recursos, como ha hecho recientemente Caritas Diocesana en la capital, abriendo la antigua Residencia Regina para que los inmigrantes no tengan que dormir en la calle. Cabe aquí un amplio abanico de colaboración con otras instituciones, confesionales o no, que sirven a los inmigrantes, sin olvidar la colaboración con las autoridades.

No olvido que Pablo de Tarso, ante todo y sobre todo, fue apóstol de Jesucristo y que en sus incontables viajes misioneros no predicó otra cosa que a Jesucristo, muerto y resucitado para nuestra salvación. Nuestros inmigrantes necesitan que les ayudemos en sus necesidades básicas. Pero tienen derecho también a que les anunciemos a Jesús, el único tesoro que posee la Iglesia, fuente de sentido, de humanización, de alegría y esperanza para nuestro mundo. Los primeros que tienen ese derecho son los inmigrantes católicos, a los que debemos integrar en nuestras parroquias y acompañar en su vida de fe.

Pido al Señor que sostenga con su gracia el compromiso fraterno de los colaboradores de las Delegaciones Diocesanas de Migraciones y de Acción Social y rezo también por todos los inmigrantes en nuestra Diócesis, para que el Señor les conforte en la lejanía de su patria y sientan el calor de nuestra familia diocesana y de nuestras comunidades parroquiales.

Para ellos y sus familias y para todos vosotros, mi saludo fraterno y mi bendición.

Juan J. Asenjo. Obispo de Córdoba.

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21/12/08

Recuperar el sentido cristiano de la Navidad

Queridos hermanos y hermanas:

Juan José Asenjo. Obispo de CórdobaEstamos en vísperas de Navidad. El próximo miércoles será Nochebuena. Todo indica que también este año serán muchos los interesados en vaciar de contenido religioso los días santos que se acercan, convirtiéndolos en las vacaciones blancas, en la celebración del solsticio de invierno y, en todo caso, en las fiestas del consumismo y el derroche. La secularización de la Navidad tiene múltiples manifestaciones. En la ambientación navideña de nuestras ciudades y de nuestros hogares, se prescinde del misterio que en estos días celebramos. Se sustituye el Belén por el árbol de Navidad, los Reyes Magos por un Papá Noël sin referencias religiosas, y hasta las entrañables tarjetas navideñas se han convertido en felicitaciones laicas portadoras de vaporosos deseos de paz y de felicidad inconsistente, porque se olvida al verdadero protagonista de la Navidad, Jesucristo, Príncipe de la paz y punto de partida de nuestra alegría en estos días.

El despojamiento del sentido religioso de la Navidad se manifiesta también en el lenguaje. La palabra Navidad, que significa natividad o nacimiento del Señor, es sustituida por la palabra “fiesta”, más inocua y menos comprometedora. Como he escrito alguna vez, la tradicional expresión “felices pascuas”, de tanta riqueza espiritual, porque con ella aludimos al meollo de la Navidad, el paso del Señor junto a nosotros, junto a nuestras vidas, para renovarlas y hacerlas mejores, se ha sustituido por la expresión “felices fiestas”, circunloquio que busca en definitiva evitar reconocer que el corazón de la Navidad es nuestro encuentro con el Señor que nace para nuestra salvación.

Por ello, cuando faltan pocos días para la Nochebuena, os invito a fortalecer el sentido cristiano de la Navidad. No os pido grandes gestos. Sólo os pido que seáis muchos los que tratéis de vivir la Navidad con hondura, autenticidad y verdad. El Dios que se hace niño lo es todo para nosotros. Por ello, hemos de compartirlo con nuestros conciudadanos, pues Él nos trae la paz, la alegría, la esperanza y el sentido para nuestra vida, el futuro y la esperanza también para el mundo. “Anuncia la Navidad desde tu balcón” es el lema de la loable campaña que está realizando la parroquia de Santo Domingo de Cabra, que invita a colocar una imagen del Niño en el exterior de nuestros hogares. Me parece una forma magnífica de dar testimonio del misterio que celebramos. Dios quiera que sean muchas las familias que allí y en toda la Diócesis la secunden.

Vivid la Navidad en el hogar. Pocas ocasiones unen más a las familias que estos días entrañables. No os olvidéis de poner el Belén familiar por sencillo que sea. Ayudad a vuestros hijos a instalarlo, al mismo tiempo que les explicáis el sentido más genuino de esta representación plástica de los misterios de la encarnación, nacimiento y manifestación del Señor. No os olvidéis de los villancicos en vuestras reuniones familiares. Iniciadlas con una oración, previamente preparada, al hilo de los misterios que celebramos, y procurad acudir en familia a la Misa del Gallo.

Vivid la Navidad desde la Eucaristía. Entre Navidad y Eucaristía hay un nexo muy estrecho. En la Eucaristía el Salvador, encarnado en el seno de María, continúa ofreciéndose a la humanidad como fuente de vida divina. El Señor que vino al mundo hace 2000 años, sigue viniendo cada día sobre el altar, el mejor y más verdadero Belén. Aprovechad estos días para pasar largos ratos acompañándolo, adorándolo y admirando el misterio de su amor y de su entrega por nosotros. Qué bueno sería que en estos días finales de Adviento, todos nos preparáramos para acoger al Señor en nuestros corazones recibiendo el sacramento de la penitencia, que es el sacramento de la paz, de la alegría y del reencuentro con Dios.

Huid del derroche y del consumismo que solapan el misterio y son una afrenta para los miles y miles de hermanos nuestros que están sufriendo las consecuencias pavorosas de la crisis económica y el paro. No os pleguéis sin más a los reclamos publicitarios. Vivid unas Navidades austeras, pues la alegría auténtica no es fruto de las grandes cenas ni de los regalos pomposos. Nace del corazón, de la conciencia pura y de la amistad con el Señor. En este año, más que nunca, vivid también unas Navidades solidarias y fraternas. Prescindid incluso de algo necesario para compartirlo con quienes nada tienen. Procurad buscar algunos momentos en estos días para visitar enfermos, ancianos o necesitados. En ellos está el Señor, que nacerá en nuestros corazones y en nuestras vidas si lo acogemos en los pobres y en los que sufren.

Termino deseando a todos los cristianos de Córdoba una Navidad gozosa, honda y auténtica. Mis mejores deseos también para aquellos que no creen en el misterio que celebramos, para los que también nace el Señor. Para todos, queridos hermanos y hermanas,

¡Feliz y santa Navidad!

Juan J. Asenjo. Obispo de Córdoba.

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14/12/08

«Alegraos porque el Señor está cerca»

Queridos hermanos y hermanas:

Juan José Asenjo. Obispo de Córdoba“Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. El Señor está cerca”. Con estas palabras de San Pablo (Fil 4, 4-5), se inicia la Eucaristía de este Domingo III de Adviento, conocido como Domingo ”Gaudete” o Domingo de la alegría. En las dos semanas anteriores, la Iglesia nos ha invitado a la interioridad, a la conversión, a la penitencia y al encuentro con nosotros mismos como camino para encontrarnos también con el Señor que viene. En los umbrales de la tercera semana de Adviento, cuando faltan diez días para la Nochebuena, la liturgia, con fina pedagogía, hace un alto en el camino para animarnos y sostener nuestro esfuerzo en el camino de la penitencia y de la conversión del corazón. Por ello, nos dice con San Pablo: “Estad siempre alegres” (1 Tes 5, 16).

En la primera lectura de este domingo, el profeta Isaías anuncia a los israelitas desterrados en Babilonia que la opresión va a terminar, que el Señor inundará de alegría los corazones angustiados porque va a comenzar una etapa de perdón y salvación. La pena y la aflicción acabarán. Los hijos de Israel volverán cantando con una alegría inenarrable y desbordante (Is 61, 10-11). Es la misma alegría a la que hoy nos invita la liturgia ante la inminencia de la Navidad, porque el objeto de nuestra espera es Dios mismo que viene a salvarnos, a liberarnos del pecado, a curar nuestras enfermedades, a reconciliarnos con Él y entre nosotros. La esperanza del don que vamos a recibir, de la visita que el mismo Dios nos va a hacer por medio de su Hijo Jesucristo, anticipa ya la alegría que se acrecentará con su llegada. Nuestra alegría no se cifra en las compras, los regalos, las vacaciones o las reuniones familiares propias de los días de Navidad. La raíz profunda de nuestra alegría es el Enmanuel, el Dios con nosotros. Todo lo demás es secundario y no admite parangón ante la luz de su presencia y la belleza de los dones que nos trae. Con el Señor no hay temor, ni tristeza, ni llanto, ni dolor, ni miedo, ni inseguridad. Él nos conoce por nuestro nombre, nos comprende, acompaña y guía por medio de su Espíritu. Él nos perdona siempre, sin rastro de resentimiento. La alegría de sentirnos perdonados y poder comenzar de nuevo no es comparable con los placeres efímeros que nos brindan las cosas materiales y que en estos días nos sugieren los reclamos publicitarios. El sentirnos queridos, amados, defendidos y acompañados por el Dios fuerte y leal, omnipotente y amigo de los hombres, nos proporciona la paz que el mundo no puede dar. Preparémonos, pues, intensamente a recibirlo. Apresurémonos a limpiar y a agrandar las estancias de nuestro corazón para que viva en nosotros y sea el único Señor de nuestras vidas. Rompamos las ataduras que nos esclavizan y las imperfecciones que nos atenazan, que enfrían nuestro amor a Dios y que merman nuestra libertad, para seguir al Señor con un corazón limpio e indiviso.

En la vida ordinaria, cuando nos preparamos para un gran acontecimiento, en los últimos días redoblamos el esfuerzo para que todo esté a punto. Otro tanto nos pide la liturgia en esta segunda parte del Adviento mostrándonos a María, Ntra. Sra. de la O, la Virgen de la espera y la esperanza, como el mejor modelo del Adviento. Con cuánto amor dispondría su corazón para recibir a Jesús, con cuánto cariño prepararía los pañales antes de partir para Belén. Con cuánto amor limpiaría con José la cueva y el pesebre. Que ella nos ayude a prepararnos para el encuentro con su Hijo, que viene dispuesto a colmarnos de dones, a convertir nuestra vida, a robustecer nuestra fe y nuestro testimonio ante mundo de que Él es el centro de la humanidad, el verdadero gozo del corazón humano y la plenitud total de sus aspiraciones.

El Señor nacerá en nosotros en la medida en que estemos dispuestos a acogerlo en nuestros hermanos, en los enfermos, los ancianos abandonados, los transeúntes, los parados y sus familias, que ahora mismo lo están pasando mal, los emigrantes y los que sufren. Comencemos ya desde hoy a descubrir en ellos el rostro del Señor. Él, además de asumir y dignificar la naturaleza humana con su encarnación y nacimiento, ha querido compartir con nosotros su naturaleza divina. Qué razón tan poderosa para entregarnos a nuestros hermanos, hijos de Dios como nosotros, para perdonar, para renovar nuestra fraternidad, para compartir con los pobres nuestros bienes y lo que es más importante nuestras personas, nuestro afecto y nuestro tiempo. Si así lo hacemos, constataremos que es verdad que “hay más alegría en dar que en recibir” (Hch 20, 35) y experimentaremos la alegría inmensa, recrecida y rebosante que nace también del encuentro cálido y generoso con nuestros hermanos.

Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.

Juan J. Asenjo. Obispo de Córdoba.

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7/12/08

«Inmaculada»

Queridos hermanos y hermanas:

Juan José Asenjo. Obispo de CórdobaEl próximo lunes celebraremos con todo esplendor en nuestra Diócesis la solemnidad de la Inmaculada Concepción, dogma definido por el Papa Pío IX el 8 de diciembre de 1854. El núcleo del dogma proclamado en aquella fecha, que todos los católicos debemos creer, afirma que la Santísima Virgen, "fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús Salvador del género humano".

La Concepción Inmaculada de María es una de las obras maestras de la Santísima Trinidad. En la plenitud de los tiempos, Dios Padre quiere preparar una madre para su Hijo, que se va a encarnar por obra del Espíritu Santo para nuestra salvación, para hacernos hijos adoptivos, para que seamos santos e irreprochables ante Él por el amor (Ef 1, 4-5). Y piensa en una madre que no tenga parte con el pecado, no contaminada por el pecado original y libre también de pecados personales, limpia y santa.

La Concepción Inmaculada de María es consecuencia de su maternidad divina. Nadie más que Jesús ha podido diseñar el retrato interior y exterior de su Madre y, por ello, pudo hacerla pura, hermosa y "llena de gracia" (Lc 1,18), como hubiéramos hecho cualquiera de nosotros si hubiera estado en nuestra mano elegir las cualidades de quien nos ha dado el ser. Este privilegio excepcional es el primer fruto de la muerte redentora de Cristo. Mientras el común de los mortales somos liberados del pecado original en el bautismo por el Misterio Pascual de Cristo muerto y resucitado, María es preservada del pecado aplicándosele anticipadamente los méritos de su sacrificio redentor. Aquí encontramos la razón de su plenitud de gracia, de la ausencia durante su peregrinación terrena de pecados personales y de cualquier desorden moral. Este es el fundamento también de los demás privilegios marianos, entre ellos su Asunción en cuerpo y alma al cielo. En María aparece de forma esplendorosa la victoria total de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte. En este sentido, María es la más redimida, el fruto más acabado y hermoso del sacrificio pascual de Cristo, la "redimida de modo eminente" como la califica el Concilio Vaticano II (LG 53).

Esta verdad, definida por el Papa Pío IX, es una de las que más hondamente han calado en el alma del pueblo cristiano, cuyo sentido de la fe, ya en los primeros siglos de la Iglesia, percibe a la Santísima Virgen como "la sin pecado". La conciencia de que la Virgen fue concebida sin pecado original se traslada a la liturgia, a las enseñanzas de los Padres y de los teólogos. En el camino hacia la definición, pocas naciones han contraído tantos méritos como España. En el siglo XVI son muchas las instituciones, que hacen suyo el "voto de la Inmaculada". Universidades, gremios y cabildos e incluso ayuntamientos juran solemnemente defender "hasta el derramamiento de su sangre" los privilegios marianos, especialmente el de la Inmaculada Concepción.

La conciencia de que María fue concebida sin pecado estalla en la época barroca, en la pluma de nuestros poetas, en los lienzos de nuestros pintores, en las tallas de nuestros escultores e imagineros y, sobre todo, en la devoción de nuestro pueblo. Por ello, no es extraño que en España se viviera con singular regocijo y alegría la definición dogmática por el Papa Pío IX. Nuestra Diócesis de Córdoba no queda a la zaga en la defensa del privilegio de la Concepción Inmaculada de María. A partir del Renacimiento, en su honor se erigen cofradías, se celebran fiestas religiosas y salen a la luz numerosas publicaciones que defienden la limpia Concepción. A mediados del siglo XVII, los Cabildos catedralicio y municipal de la ciudad y otros muchos ayuntamientos de la provincia se imponen la obligación de jurar la defensa de la doctrina de la Concepción Inmaculada de María en los actos de toma de posesión de sus cargos. Fruto de este fervor mariano son los cientos de cuadros y tallas bellísimos dedicados a la Inmaculada en la Catedral y en todas las Iglesias de la Diócesis, aspecto éste que llama poderosamente la atención de quienes venimos de otras latitudes geográficas.

La tradición inmaculista no debe perderse entre nosotros. Por ello, para estar a la altura de nuestros predecesores en la fe, vivamos con hondura la fiesta de la Inmaculada Concepción. Contemplemos largamente las maravillas obradas por Dios en nuestra Madre. Alabemos a la Santísima Trinidad por María, la obra más perfecta salida de sus manos. Felicitemos a la Virgen y, sobre todo, imitémosla luchando contra el pecado y viviendo en gracia de Dios. Pidamos a Dios, con la oración colecta de esta solemnidad que Él que preservó a María de todo pecado, nos conceda por su intercesión llegar a Él limpios de todas nuestras culpas.

Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición. Feliz domingo y feliz día de la Inmaculada.

Juan J. Asenjo. Obispo de Córdoba.

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30/11/08

La vigilancia, virtud propia del Adviento

Queridos hermanos y hermanas:

Juan José Asenjo. Obispo de CórdobaComenzamos en este domingo el tiempo de Adviento, que nos prepara para recordar la primera venida del Señor y nos dispone para acogerle en nuestros corazones en la nueva venida que cada año actualiza místicamente la liturgia. La Iglesia nos invita además a dilatar la mirada: el Señor que vino hace dos mil años, que viene de nuevo a nosotros en Navidad, vendrá glorioso como juez al final de los tiempos. Por ello, el tiempo de Adviento y toda la vida del cristiano es tiempo de alegre esperanza. Es tiempo también de vigilancia, a la que nos insta el evangelio de los últimos domingos del año litúrgico y también el de este domingo primero de Adviento con las parábolas de las vírgenes prudentes y los criados vigilantes.

La vigilancia no es vivir bajo el temor de un Dios justiciero y vengativo que está esperando nuestros errores o pecados para castigarnos. Esta actitud de desconfianza y temor ante Dios y el mundo, sólo engendra personas obsesivas y escrupulosas, que piensan que Dios es un ser predispuesto contra el hombre, quien debe ganarse su salvación con sus solas fuerzas y luchando contra enormes imponderables.

La vigilancia cristiana es una actitud positiva que tiene como base el optimismo sobrenatural de sabernos hijos de un Dios que es Padre, que quiere nuestra salvación y nuestra felicidad y que nos da los medios para alcanzarla. Es concebir la vida cristiana como una respuesta amorosa a un Dios que nos ama, que es fiel a sus promesas y que espera nuestra fidelidad con la ayuda de su gracia.

La actitud de vigilancia debe matizar toda la vida del cristiano, para saber distinguir los valores auténticos de los aparentes. Los medios de comunicación social, en muchos casos difunden modos de pensar y de actuar que nada tienen que ver con los auténticos valores humanos y cristianos. En demasiadas ocasiones canonizan formas de comportamiento ajenas al espíritu cristiano. Se impone, pues, una actitud crítica ante lo que vemos, escuchamos o leemos y una independencia de criterio ante los mensajes contrarios al Evangelio con que, de forma directa o indirecta, nos agreden los medios de comunicación. Esta actitud crítica muchas veces nos deberá llevar a apagar el televisor o no encenderlo, para que no nos arrollen los criterios paganos e, incluso, anticristianos, que en ocasiones los medios nos brindan.

La vigilancia es también necesaria para que no debilite nuestra conciencia moral, para conservar una conciencia recta, que distingue el bien del mal, lo justo de lo injusto, lo recto de lo torcido. De lo contrario, la conciencia puede endurecerse hasta perder el sentido moral, el sentido del pecado, un peligro real para los cristianos de hoy. La vigilancia cristiana nos debe ayudar a poner los medios para conservar la rectitud moral: la confesión frecuente, precedida de un examen sincero de conciencia, y el examen de conciencia diario para ponderar nuestra fidelidad al Señor, son la mejor garantía para mantener la tensión moral y la delicadeza de conciencia.

Es necesaria también la vigilancia ante los posibles peligros que pueden debilitar nuestra fe o nuestra vida cristiana. El cristiano no puede vivir en una atmósfera permanente de temor, porque cuenta con la ayuda de la gracia de Dios, pero tampoco ha de ser un atolondrado, ni creerse invulnerable ante las tentaciones del demonio. Ha de vivir su vida cristiana con responsabilidad y sabiduría, para descubrir los peligros que ponen en riesgo nuestra fe y, sobre todo, el mayor tesoro del cristiano, la vida de la gracia, que es comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu, que vive en nosotros y nos da testimonio de que somos hijos de Dios. La vida de la gracia es ya en este mundo prenda y anticipo de la vida de la gloria, a la que Dios nos tiene destinados.

Para vivir la esperanza cristiana en la salvación definitiva no hay mejor camino que tomar en serio el momento presente en función de los acontecimientos finales, pues nuestro fin será como haya sido nuestra vida. Si cada día tratamos de ser fieles a Dios en nuestro propio estado y circunstancias, viviremos vigilantes y estaremos preparados para “el día y la hora” de que nos habla el Señor en el evangelio de estos días. Este es el estilo de los amigos de Dios, los santos. De este modo no consideraremos la muerte como una tragedia, sino que la esperaremos con la paz y la alegría de quienes se preparan para el abrazo definitivo con el Señor.

Que sea Él quien aliente nuestra vigilancia con su custodia fuerte y amorosa, pues como nos dice el salmo 127,1, “Si el Señor no guarda la ciudad en vano vigilan los centinelas”. Que la Santísima Virgen, a la que todos los días decimos muchas veces “ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte”, nos cuide y proteja ahora y en los momentos finales de nuestra vida.

Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.

Juan J. Asenjo. Obispo de Córdoba.

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13/11/08

Carta a la Diócesis de Córdoba

Queridos hermanos y hermanas:

Juan José Asenjo. Obispo de CórdobaEscribo estas líneas cuando está a punto he hacerse público mi nombramiento como Arzobispo coadjutor de Sevilla. Son muchos los sentimientos que se agolpan en mi mente y en mi corazón en estos momentos. Son sentimientos encontrados, por una parte de gratitud al Señor que me envía a la Iglesia metropolitana hispalense para continuar en ella su obra de salvación, gratitud que quiero manifestar también al Santo Padre Benedicto XVI por la confianza que en mí deposita al hacerme este encargo. Junto a la alegría, la gratitud y la esperanza, os confieso también un fuerte sentimiento de tristeza y de nostalgia.

La Providencia de Dios quiso que hace cinco años –se cumplieron el pasado 27 de septiembre- me cupiera en suerte servir a la Iglesia en Córdoba, donde desde el principio me sentí acogido y querido y donde encontré unos sacerdotes magníficos, unos Seminarios bien orientados, una colaboración amplia y generosa de la vida consagrada en todos los sectores de la vida pastoral, y numerosos fieles laicos que aman verdaderamente a Jesucristo y a la Iglesia. Como he confesado en algunas ocasiones, lo primero que he hecho cada día a lo largo de estos cinco años, sin duda los más gozosos hasta ahora de mi vida sacerdotal y episcopal, ha sido dar gracias a Dios por ser Obispo de Córdoba, una Diócesis de profundas raíces cristianas y especialmente bendecida por Dios. A pesar de que mi servicio a Córdoba ha sido relativamente corto, con la ayuda de Dios y vuestra colaboración hemos ido día a día edificando la Iglesia y construyendo un pequeño tramo de la historia de nuestra Diócesis.

En estos años he tenido el gozo de ordenar 41 nuevos sacerdotes, he visto crecer nuestros Seminarios y hemos ido cumpliendo los objetivos de nuestro Plan Diocesano de Pastoral “¡Levantaos!,¡vamos! (Mc 14,42)”, tratando de renovar la pastoral de la iniciación cristiana, cuyo fruto más visible es la publicación y puesta en marcha del Directorio de esta pastoral específica. Hemos tratado también de potenciar la pastoral juvenil y vocacional y la pastoral del matrimonio, de la familia y de la vida, que se ha plasmado, entre otras iniciativas, en la creación de tres Centros de Orientación familiar, en la Capital, en la Campiña y en la Sierra. Hemos logrado también ver aprobado el Propio de los Santos de la Diócesis y hemos dado un notable impulso a Caritas Diocesana, con proyectos cada vez más importantes y eficaces.

Asimismo, con la ayuda del Delegado y de muchos Presidentes de Agrupaciones, Hermanos Mayores y Consiliarios, hemos ido dando pasos significativos en la clarificación de la neta identidad religiosa de nuestras Hermandades y Cofradías, a las que he procurado mostrar mi cercanía, viendo en ellas un camino privilegiado de evangelización y de vida cristiana en nuestra Diócesis. Me siento especialmente satisfecho del camino que hemos recorrido para afianzar la Acción Católica y recrear las ramas de jóvenes y de niños, y también de la creación de nuestra hoja Diocesana Iglesia en Córdoba. A través de ella he entrado en contacto cada semana con vosotros y a todos nos ha ayudado a crecer en comunión como familia diocesana.

Con la ayuda inestimable del Cabildo hemos comenzado la restauración del Palacio Episcopal, al que hemos trasladado ya los despachos y organismos de la Curia, a la espera de iniciar la obra del nuevo Museo Diocesano. También está a punto de concluir la obra de construcción de la parroquia de Santa Rafaela. Dios quiera que en las semanas que todavía voy a permanecer entre vosotros el Señor me conceda la gracia de ver iniciadas las obras de la parroquia de Ntra. Sra. de Consolación y de la nueva Casa Sacerdotal, que nuestros sacerdotes ancianos y enfermos necesitan y merecen. En los compases finales del trabajo preparatorio, siento en el alma no haber podido iniciar el Proceso Diocesano de Beatificación de nuestros mártires, que corresponderá a mi sucesor, a quien le tocará también, si lo estima conveniente, aplicar el nuevo Plan Diocesano de Pastoral ya aprobado, centrado en la Eucaristía y el servicio a los pobres.

A lo largo de estos años no han faltado los sufrimientos y la cruz, ni el trabajo muchas veces agotador, pero han sido incomparablemente mayores las satisfacciones y los gozos. En mis visitas a las parroquias he entrado en contacto con comunidades vivas, comprometidas con Jesucristo, con la Iglesia y la Nueva Evangelización. Siempre recordaré a los sacerdotes, buenos, entregados y generosos, que aspiran seriamente a la santidad, que he conocido en estos años. Por todo ello, tengo muchos motivos para dar gracias a Dios y a todos vosotros, los miembros del Consejo Episcopal y de la Curia diocesana, a los sacerdotes, consagrados, seminaristas y laicos, y a las autoridades que siempre me han tratado con deferencia y afecto. Bien sabe Dios que siempre pensé finalizar mi servicio episcopal entre vosotros. La Providencia de Dios ha dispuesto otra cosa y yo acato amorosamente su voluntad.

Estad seguros de que os llevo a todos en el corazón. Me quedo cerca, en la Iglesia hermana de Sevilla. Allí me tendréis siempre para serviros en lo que me sea posible.

Estaremos unidos por los lazos invisibles pero reales de la Comunión de los Santos. Rezaré cada día por vosotros para que seáis siempre fieles a vuestra historia cristiana y para que el Señor os siga bendiciendo. Rezad también por mí para que sea un instrumento dócil y eficaz del ministerio de salvación que el Señor me encomienda en la Diócesis hispalense.

En las próximas semanas tendré la ocasión de despedirme de todos, especialmente en la Eucaristía de acción de gracias que tendrá lugar en nuestra Catedral el sábado 10 de enero.

Hasta entonces, para todos mi abrazo fraterno y mi bendición.

Juan J. Asenjo. Obispo de Córdoba.

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