II DOMINGO DE PASCUA
Lecturas: Hechos 5, 12-16 // Salmo 117 // Apocalipsis 9, la. 12-13. 17-19 // Juan 20, 19-31.
Queridos hermanos y hermanas:
Celebramos en la Iglesia Católica la Fiesta de la Divina Misericordia, correspondiendo al Segundo Domingo de Pascua. Y es interesante observar que el Evangelio de este Domingo siempre es el mismo, pues no cambia según el Ciclo A, B o C; pero, además, siempre se usó el mismo texto evangélico antes de la reforma litúrgica post-conciliar, cuando este domingo se conocía como “Domingo In Albis”.
En efecto, el Evangelio es el texto de San Juan (Jn. 20, 19-31) que nos narra la primera aparición de Jesús a sus Apóstoles el mismo día de su gloriosa resurrección, al anochecer, mientras estaban la puertas cerradas.
¡Qué alegría sentirían estos hombres que habían quedado tan confundidos, tan apesadumbrados y atemorizados por la horrorosa muerte de Jesús! ¡Qué alegría al ver a ese mismo Jesús resucitado glorioso, mostrándoles las heridas de las manos y del costado, como para asegurarles que era El mismo!
Y acto seguido, nos dice San Juan Evangelista, el Señor “sopló sobre ellos y les dijo: ‘Recibid el Espíritu Santo. A los que perdonéis los pecados, les quedarán perdonados; y a los que no se los perdonéis, les quedarán sin perdonar”.
Es decir, Cristo, nada más salir del sepulcro, habiendo vencido a la muerte, al demonio y al pecado, lo primero que hace es dejarnos a nosotros los seres humanos, el medio efectivo para ser perdonados de nuestros pecados. Instituye en ese mismo momento el Sacramento de la Confesión, del Perdón.
¡Con razón Cristo ha querido declarar este Domingo Segundo de Pascua como la Fiesta de su Divina Misericordia! ¡Con razón el Papa Juan Pablo II, al declarar este día como el Domingo de la Divina Misericordia, tal como Jesús pidió a Santa Faustina Kowalska, ha dispuesto que se conserven los mismos textos en las Lecturas Litúrgicas! ¡Con razón siempre ha sido el mismo texto evangélico para este domingo, antes de la reforma litúrgica última y ahora se conserva el mismo texto evangélico para los tres Ciclos A, B y C!
El Sacramento de la Confesión es el Sacramento de la Divina Misericordia, llamado por el mismo Jesús, en sus revelaciones a Santa Faustina Kowalska, el “Tribunal de la Misericordia”. Y ¡qué Tribunal!
No se parece en nada a los tribunales terrenos, en los que los culpables son declarados culpables y tienen que pagar su pena. No así con Cristo. En su Tribunal funciona sólo la Misericordia, no la Justicia. Por justicia tendríamos que ser condenados. Pero en la Confesión, no se nos condena ... se nos perdona. Sólo basta estar arrepentidos y confesar la ofensa.
Sobre el arrepentimiento debemos decir que éste es condición indispensable para recibir el perdón en el Sacramento de la Confesión. Pero es importante destacar que podemos arrepentirnos de manera perfecta o de manera imperfecta.
El arrepentimiento perfecto o contrición consiste en arrepentirnos porque hemos ofendido a Dios. Este arrepentimiento perfecto puede ser con dolor o no. Y el dolor –es bueno recordar- es un regalo de Dios para el alma arrepentida; no lo podemos provocar nosotros mismos.
El arrepentimiento imperfecto o atrición consiste en arrepentirnos por miedo a las consecuencias de nuestros pecados, es decir, por miedo a la condenación y al infierno, o a las consecuencias de nuestro pecado. Aunque debemos siempre tratar de arrepentirnos de manera perfecta -por haber ofendido a Dios- el arrepentimiento imperfecto también sirve para recibir el perdón en la Confesión sacramental. Porque nos acerca con arrepentimiento y fe a recibir el sacramento.
¡Qué más podemos pedir! Cristo, enseguida de resucitar, dejó instaurado su Tribunal de Misericordia en el Sacramento de la Confesión. “Allí tienen lugar los milagros más grandes y se repiten constantemente”, dijo el mismo Cristo a Santa Faustina. “Basta acercarse con fe a los pies de mi representante (el Sacerdote) y confesarle con fe su miseria. Entonces, el milagro de la Misericordia se manifestará en toda su plenitud” (Diario 1448).
Y no importa la gravedad de las faltas confesadas. Dice el Señor: “Aunque el alma fuera como un cadáver descomponiéndose, de tal manera que desde el punto de vista humano no existiera esperanza alguna de restauración y todo estuviese ya perdido, no es así para Dios. El milagro de la Divina Misericordia restaura esa alma en toda su plenitud” (Diario 1448).
Tales son los milagros que allí suceden: almas muertas en vida, a nivel de cadáveres en descomposición, por culpa del pecado, restauradas plenamente para poder optar a la vida de gracia aquí en la tierra y a la vida eterna en el Cielo.
Y no creamos que la Confesión es sólo para los pecados mortales, pecados tan graves que matan la vida del alma y que la llevan a la podredumbre de la descomposición. La Confesión es también para los pecados menos graves, los llamados veniales, que también dañan el alma, ofenden a Dios y perjudican a las demás personas y también a la Iglesia.
El Papa Juan Pablo II supo esto muy bien. Por eso promovió la Confesión con tanto ahínco. En su Encíclica “Reconciliación y Penitencia” (#32) recomienda a los Sacerdotes: “Es necesario educar a los fieles a recurrir al Sacramento de la Penitencia, incluso sólo para los pecados veniales ... pues la gracia propia del Sacramento contribuye a quitar las raíces mismas del pecado”. Es como el trabajo del jardinero que extrae la hierba mala una y otra vez, cada vez que sale, hasta que va desapareciendo por completo.
Otro punto importante es que en el Sacramento del Perdón se dan beneficios espirituales infinitos y también beneficios humanos indiscutibles. No hay mejor liberación que una buena confesión, porque el confesionario es el sitio donde verdaderamente se deja la culpa, cuando la asumimos en toda su verdad y con toda sinceridad. Cuando nos sentimos culpables de algo ¿no tenemos la tendencia a desahogarnos con alguien? ¿Qué mejor sitio que el confesionario, donde no solamente podemos desahogarnos, sino también sentirnos verdaderamente perdonados?
Porque la Confesión Sacramental es el instrumento que Dios instituyó para dejarnos su perdón en forma visible, tangible, audible. El Señor ha escogido, en el caso de la Confesión y en los otros sacramentos, continuar su obra en la tierra a través de los hombres. A través de personas escogidas por Dios para darnos su perdón, podemos experimentar la Misericordia de Jesús, cuando oímos las palabras de absolución de boca del Sacerdote.
En efecto, Jesús le explicó a Santa Faustina que la fuente de su Misericordia era el Sacramento de la Confesión: “Cuando vayas a confesarte debes saber esto: Yo mismo te espero en el confesionario. Sólo que estoy escondido en el Sacerdote, pero Yo mismo actúo en el alma. Aquí la miseria del alma encuentra al Dios de la Misericordia”.
Para vivir así el sacramento de la confesión es imprescindible una fe profunda, recia, verdaderamente anclada en el encuentro de Amor con Cristo Resucitado. La verdad es que muchísimas veces nuestra "fe" es como la de Tomás, "si no meto mis dedos..." Exigimos a Dios pruebas palpables. ¿Qué mayor prueba que el perdón?
Tomás Pajuelo Romero. Párroco.
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