DOMINGO XXVII DEL TIEMPO ORDINARIO
Lecturas: Hababuc 1, 2-3; 2,2-4 // Salmo 95 // 2ª Timoteo 1, 6-8. 13-14 // Lucas 17, 5-10.
Nos propone nuestro párroco reflexionar las lecturas de este Domingo con la siguiente homilía:
Las Lecturas de este Domingo contienen un llamado a la Fe, a una Fe viva... “capaz de mover montañas” ... o de mover árboles, como nos refiere el Evangelio de hoy.
En el Evangelio de hoy (Lc. 17, 5-10) los Apóstoles le piden al Señor que les aumente la Fe. Y el Señor les exige tener al menos un poquito de Fe, tan pequeña como el diminuto grano de mostaza, para poder tener una Fe capaz de mover árboles de un sitio a otro. Con este lenguaje, el Señor quiere indicarnos la fuerza que puede tener la Fe, cuando es una Fe convencida y sincera.
Nos indica, también, que la Fe es a la vez don de Dios y voluntad nuestra. O como dice el Catecismo de la Iglesia Católica: La Fe es una gracia de Dios y es también un acto humano (cf. Catecismo de la Iglesia Católica #154).
Expliquemos esto un poco más: La Fe es una virtud sobrenatural infundida por Dios en nosotros. Es decir: para creer necesitamos algo que siempre está presente: la gracia y el auxilio del Espíritu Santo. Pero para creer también es indispensable nuestra respuesta a la gracia divina. Y esa respuesta consiste en un acto de nuestra inteligencia y de nuestra voluntad, por el que aceptamos creer.
Sin embargo hay una desviación muy marcada en nuestros días que consiste en exigir que todo sea comprobable, verificable, visible. Por cierto, es una desviación que siempre ha estado presente. No tenemos más que recordar a Santo Tomás.
Sucedió que este Apóstol no estuvo presente en la primera aparición de Jesús Resucitado a los demás discípulos. Y Tomás pidió comprobación, manifestando que se negaría a creer en la Resurrección de Cristo si no metía sus dedos en las heridas de las manos y su mano en la abertura del costado del Resucitado. Sabemos lo que sucedió: Apareció Cristo una segunda vez y reprendió fuertemente a Tomás, luego de tomarle la mano para que hiciera lo que se había atrevido a requerir. (cf. Jn. 20, 19-28)
Ahora bien, los seres humanos somos muy parecidos a Santo Tomás cuando se trata de verdades sobrenaturales: requerimos “meter el dedo en la llaga”, sin darnos cuenta de que practicamos una fe natural que nos lleva a creer cosas para las que no requerimos comprobación.
Un ejemplo evidente de esta fe natural confiada es la aceptación de nuestros antepasados no conocidos.
¿Quién de nosotros se ha atrevido a pedir una partida de nacimiento o de defunción para estar seguro de que tal persona es nuestro abuelo o nuestra bisabuela o nuestro tío?
Existe, entonces una fe meramente humana, por la que creemos en algo que se nos dice, como podría ser una historia, un suceso que se nos relata, o un fenómeno comprobable científicamente.
Pero hablemos de la Fe con “F” mayúscula, de la Fe sobrenatural. Esta, que es a la vez gracia de Dios y respuesta nuestra, nos lleva a creer todo lo que Dios nos ha revelado y, además, todo lo que Dios, a través de su Iglesia, nos propone para creer.
Esa Fe tiene diversas e indispensables consecuencias para nuestra vida espiritual. La Primera y Segunda Lectura de hoy nos presentan dos consecuencias muy importantes: la perseverancia en la Fe y la obligación que tenemos de comunicar esa Fe, a pesar de las circunstancias adversas.
En la Primer Lectura del Profeta Habacuc (Hab. 1, 2-3; 2, 2-4) vemos la preocupación del Profeta por el triunfo de la injusticia. Es una pregunta que siempre está presente en el corazón de los seres humanos. También otros Profetas la hicieron: Jeremías: “¿Por qué tienen suerte los malos y son felices los traidores?” (Jer. 12, 1).
Si leemos todo el texto del Profeta Habacuc (Hab. 1, 1 a 2, 4) nos damos cuenta que el Profeta primero se queja de la situación del pueblo hebreo. La respuesta de Yavé es ciertamente desconcertante: dentro de poco los Caldeos restablecerán el orden, invadiendo y saqueando todo (!!!):
“Miren, traidores y contemplen, asómbrense y quédense alelados, porque voy a realizar en su época algo que no creerían si se lo hubieran contado. Pues ahora empujo a los Caldeos, pueblo terrible y arrollador, que recorre enormes distancias para apoderarse de países ajenos. Es terrible y temible, y se hacen su propio derecho ... Este pueblo se burla de los reyes, se ríe de los soberanos; no le importan las ciudades fortificadas, pues levanta terraplenes y se apodera de ellas. ¡Y así pasa y se va como el viento ...! ¡Su fuerza es su dios!” (Hab. 1, 5-11).
Vemos en esta respuesta cómo está Dios permitiendo la acción del mal para corregir a su pueblo escogido.
Habacuc se queja nuevamente preguntando a Yavé por qué usa la invasión de los Caldeos para realizar su justicia.
Dios le responde a su Profeta con una visión que pide que deje por escrito para enseñanza de los que vengan después. Y la enseñanza es la perseverancia en la Fe. Le asegura que se hará justicia, pero a su tiempo. Y ... sabemos que el tiempo de Dios casi nunca coincide con el nuestro.
Le responde Yavé: “Es la visión de algo lejano, pero que viene corriendo y no fallará. Si se tarda espéralo, pues llegará sin falta: el malvado sucumbirá sin remedio; el justo, en cambio, vivirá por su fe”.
Dios siempre hace justicia. Actúa de acuerdo a su Justicia que es infinita. Si embargo la Justicia Divina no siempre es clara para los humanos. Dios guarda en secreto, al menos por un tiempo, su manera de gobernar al mundo y solamente pide que nos mantengamos fieles hasta el final.
La explicación de esto se la da al Profeta Ezequiel:
“La gente de Israel dice que la manera de ver las cosas que tiene el Señor no es justa. ¿Así que mi manera de ver las cosas no es justa, gente de Israel, no será más bien la de ustedes? Juzgaré a cada uno de ustedes de acuerdo a su comportamiento. Corríjanse y renuncien a todas sus infidelidades, a no ser que quieran pagar el precio de sus injusticias. Lancen lejos de ustedes todas las infidelidades que cometieron, háganse un corazón nuevo y un espíritu nuevo. ¿O es que quieren morir, gente de Israel? A Mí no me gusta la muerte de nadie, palabra de Yavé: conviértanse y vivirán” (Ez. 18, 29-31).
Y esta enseñanza fue para el pueblo de Israel de los tiempos de Habacuc, Jeremías y Ezequiel, unos 600 años antes de Cristo, cuando Nabucodonosor hacía de las suyas, destruyendo pueblos y apoderándose de ellos.
Sabemos que el pueblo de Israel fue desterrado a Babilonia en el año 587 antes de Cristo. Luego de un tiempo –no muy corto, por cierto, pues fueron 70 años de exilio- se ve una nueva intervención de Dios, anunciada por el Profeta Ezequiel: “Los recogeré de todos los países, los reuniré y los conduciré a su tierra” (Ez. 36, 24).
Y eso hizo. En efecto, en el año 538 antes de Cristo, sin haber hecho nada los israelitas, Ciro, Rey de Persia, conquista a Babilonia y da libertad al pueblo de Israel para que regresen a su tierra, lo cual hacen, encabezados por Zorobabel, quien como primera acción organiza la reconstrucción del Templo de Jerusalén. (cf. Esdras 1 y 2)
Pero la acción de Dios es mucho más profunda. Dios hace las cosas a perfección y completas.
Lo que sucede no es un simple regreso del exilio, sino que hace efectiva la conversión del pueblo que había pedido a través de Ezequiel. Dios purifica y transforma el corazón de su pueblo, es decir, lo hace dócil a su Voluntad:
“Los purificaré de todas sus impurezas y de todos sus inmundos ídolos. Les daré un corazón nuevo y podré dentro de ustedes un espíritu nuevo. Quitaré de su carne ese corazón de piedra y les daré un corazón de carne. Pondré dentro de ustedes mi Espíritu y haré que caminen según mis mandamientos ... Ustedes serán mi pueblo y Yo seré su Dios” (Ez. 25-28).
Y esta enseñanza es válida para todos los tiempos, para cualquier circunstancia de la vida del mundo, de un pueblo, de la Iglesia, de las familias y también de cada persona en particular. Es una enseñanza muy apropiada para nosotros hoy, en el momento histórico que vivimos.
Aun cuando pueda parecer que Dios está dormido, como en la barca de los Apóstoles cuando en medio de una fuerte tormenta éstos se atrevieron a reclamarle: “¡Maestro! ¿es así como dejas que nos ahoguemos?” (Mc. 4, 38), Dios está siempre pendiente y exige nuestra fe perseverante. De hecho Jesús calmó la tempestad, pero no dejó de reprender a los Apóstoles con respecto de su fe y su confianza: “¿Por qué son ustedes tan miedosos?” (Mc. 4, 40). “¿Dónde está la fe de ustedes?” (Lc. 8, 25).
Pueda que las cosas se desarrollen como si Dios no estuviera pendiente, pero es preciso permanecer confiados en fe. Puede parecer que Dios tarde en intervenir, pero de seguro su actuación tendrá lugar y se verá, como la vio el pueblo de Israel, porque “sabemos que Dios dispone todas las cosas para bien de los que lo aman” (Rom. 8, 28).
Y esto que se aplica al pueblo de Israel y a nuestro mundo hoy, también puede aplicarse a nuestra vida personal.
A veces las circunstancias de nuestra vida, circunstancias difíciles, nos pueden hacer pensar que el Señor está lejos o, inclusive, que Dios no existe, o que no nos escucha. La Lecturas del Profeta Habacuc nos enseña a esperar el momento del Señor. El Señor siempre está presente con el auxilio de su Gracia, aunque en algunos momentos no lo sintamos. En los momentos difíciles de nuestra vida sepamos esperar el momento del Señor con una Fe paciente, perseverante y confiada en los planes de Dios... y, sobre todo, en el tiempo de Dios.
La Segunda Lectura de la Carta de San Pablo a Timoteo (2 Tim. 1, 6-8; 13-14) nos habla de otro aspecto de la Fe. Digamos que nos habla -más bien- de una consecuencia de la Fe: la obligación que tenemos de comunicarla. La Fe, si es verdadera, nos lleva a anunciarla a los demás, a comunicar a los demás eso que creemos.
En palabras de San Pablo muy conocida de los evangelizadores: “tomar parte en los duros trabajos del Evangelio, según las fuerzas que Dios nos dé”. Dicho en otra traducción: “compartir los sufrimientos por la predicación del Evangelio, sostenido por la fuerza de Dios”.
Ahora bien, la segunda traducción, más en línea con el escrito de San Pablo a su discípulo Timoteo, indica que muchas veces, como era el caso de los tiempos de San Pablo, quien se encontraba preso por predicar el Evangelio y quien le recordaba a Timoteo el sacrificio de Cristo, hay que estar dispuesto a sufrir cuando se vaya a dar testimonio de la Fe. Porque, como dice San Agustín, pueda que muchos están dispuestos a hacer el bien, pero pocos en sufrir los males.
Para eso tenemos la seguridad de la gracia, porque “el Señor no nos ha dado un espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de buen juicio”.
Fortaleza para no flaquear en la firmeza en la fe. Amor para desear defender y comunicar esa fe, no importa las circunstancias. Y buen juicio, para hacerlo con prudencia, pero sin temor.
Agradezcamos al Señor el don de la Fe y respondámosle con nuestro granito de mostaza para que El pueda darnos una Fe inconmovible, indubitable, una Fe confiada y paciente que sabe esperar el momento del Señor, y una Fe viva y activa, valiente y fuerte, que no teme ser anunciada, aunque haya riesgos.
Leer más...
Ocultar...