IV DOMINGO DE ADVIENTO
Lecturas: Isaías 7, 10-14 // Salmo 23, 1-2. 3-4ab. 5-6 (R.: cf. 7c y 10b)
// Romanos 1, 1-7 // Mateo 1, 18-24.
Queridos hermanos y hermanas:
Esta cita de San Pablo nos recuerda cómo se realiza el misterio de la salvación. Con la Encarnación del Hijo de Dios en la Virgen anunciada por Isaías, con su nacimiento en Belén, con su Vida, Pasión, y Muerte, culminando en su Resurrección gloriosa, se realiza el misterio de la salvación del género humano. Y punto focal de ese ciclo de nuestra redención es precisamente la Natividad del Hijo de Dios que se había encarnado en el seno de María Virgen.
Todo un Dios se rebaja de su condición divina -sin perderla- para hacerse uno como nosotros y rescatarnos de la situación en que nos encontrábamos a raíz del pecado de nuestros primeros progenitores. El viene a pagar nuestro rescate, y paga un altísimo precio: su propia vida. Pero para poder dar su vida por nosotros, lo primero que hace es venir a habitar en medio de nosotros, al nacer en Belén.
¡Qué maravilla el milagro de la Encarnación! En Jesucristo se unen la naturaleza divina con la naturaleza humana, pero esto, sin que ninguna de las dos naturalezas perdiera una sola de sus propiedades.
Esta cita de San Pablo nos recuerda cómo se realiza el misterio de la salvación. Con la Encarnación del Hijo de Dios en la Virgen anunciada por Isaías, con su nacimiento en Belén, con su Vida, Pasión, y Muerte, culminando en su Resurrección gloriosa, se realiza el misterio de la salvación del género humano. Y punto focal de ese ciclo de nuestra redención es precisamente la Natividad del Hijo de Dios que se había encarnado en el seno de María Virgen.
Todo un Dios se rebaja de su condición divina -sin perderla- para hacerse uno como nosotros y rescatarnos de la situación en que nos encontrábamos a raíz del pecado de nuestros primeros progenitores. El viene a pagar nuestro rescate, y paga un altísimo precio: su propia vida. Pero para poder dar su vida por nosotros, lo primero que hace es venir a habitar en medio de nosotros, al nacer en Belén.
¡Qué maravilla el milagro de la Encarnación! En Jesucristo se unen la naturaleza divina con la naturaleza humana, pero esto, sin que ninguna de las dos naturalezas perdiera una sola de sus propiedades.
Pensemos lo insondable que es la naturaleza divina: Consiste ¡nada menos! en la plenitud infinita de todas las perfecciones. ¡Eso es Dios! Y ese Dios, esa Perfección Infinita se rebaja, se anonada para hacerse humano. Pero en ese abajamiento no pierde su Perfección plena e Infinita. ¡Qué grande maravilla!
Ese insólito milagro sucede cuando el Espíritu Santo, el Espíritu de Dios (la Tercera Persona de la Santísima Trinidad) “cubre a la Virgen María con su sombra” y ella, por el “Poder del Altísimo”, concibe en su seno al Hijo de Dios, al Emanuel, al Dios-con-nosotros. Así, el Verbo de Dios se encarna en las entrañas de la Santísima Virgen María. (Lucas 1, 35-37)
El relato del Evangelio de San Mateo nos muestra de manera muy sobria, sin mayores detalles, el sufrimiento de San José. Podemos intuir cómo pudo haber sido este difícil trance: sus dudas ante los evidentes signos de la maternidad de su prometida, María; su angustia al no saber cómo actuar.
La Virgen se mantiene en silencio: lo que Dios le ha dicho privadamente, Ella lo conserva en su corazón y no dice nada de ello a José. El Señor suele actuar así, en forma misteriosa y secreta. Y el Señor mantiene el secreto, hasta que José, hombre bueno y santo, “no queriendo poner a María en evidencia”, nos dice el texto evangélico, decide abandonarla también en secreto. Pero Dios, que tiene su momento para revelarse, le habla en sueños a José a través del Ángel: “María ha concebido por obra del Espíritu Santo”.
Y José cree lo imposible, igual que María en la Anunciación creyó lo imposible. Ambos creyeron que para Dios no hay nada imposible. Así, el Salvador del mundo se había hecho Hombre, sin intervención de varón, por obra del Espíritu Santo, en el seno de la Virgen anunciada por el Profeta Isaías. ¡Misterio inmenso, increíble, insólito!
Y José acepta, en humildad y en obediencia, ser esposo terrenal de la Virgen Madre y ser padre virginal del Hijo de Dios. Ya María había aceptado que se hiciera en Ella según lo que Dios deseara, declarándose “esclava del Señor”: “Yo soy la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra”.
Estamos ante San José, esposo virginal de la Virgen-Madre, la persona que Dios escogió como padre terrenal de su Hijo.
Y vemos en él virtudes que podemos imitar para que el misterio de la salvación, que ese Niño vino a traernos, pueda realizarse en cada uno de nosotros:
Todas éstas son virtudes que observamos en San José y en la Virgen. Todas éstas son virtudes que nos preparan para la próxima venida del Señor. Todas son virtudes que podemos tener si nos abrimos a las gracias que Dios nos da en todo momento, pero especialmente en este tiempo de preparación para la Navidad. Tomás Pajuelo Romero. Párroco.
Ese insólito milagro sucede cuando el Espíritu Santo, el Espíritu de Dios (la Tercera Persona de la Santísima Trinidad) “cubre a la Virgen María con su sombra” y ella, por el “Poder del Altísimo”, concibe en su seno al Hijo de Dios, al Emanuel, al Dios-con-nosotros. Así, el Verbo de Dios se encarna en las entrañas de la Santísima Virgen María. (Lucas 1, 35-37)
El relato del Evangelio de San Mateo nos muestra de manera muy sobria, sin mayores detalles, el sufrimiento de San José. Podemos intuir cómo pudo haber sido este difícil trance: sus dudas ante los evidentes signos de la maternidad de su prometida, María; su angustia al no saber cómo actuar.
La Virgen se mantiene en silencio: lo que Dios le ha dicho privadamente, Ella lo conserva en su corazón y no dice nada de ello a José. El Señor suele actuar así, en forma misteriosa y secreta. Y el Señor mantiene el secreto, hasta que José, hombre bueno y santo, “no queriendo poner a María en evidencia”, nos dice el texto evangélico, decide abandonarla también en secreto. Pero Dios, que tiene su momento para revelarse, le habla en sueños a José a través del Ángel: “María ha concebido por obra del Espíritu Santo”.
Y José cree lo imposible, igual que María en la Anunciación creyó lo imposible. Ambos creyeron que para Dios no hay nada imposible. Así, el Salvador del mundo se había hecho Hombre, sin intervención de varón, por obra del Espíritu Santo, en el seno de la Virgen anunciada por el Profeta Isaías. ¡Misterio inmenso, increíble, insólito!
Y José acepta, en humildad y en obediencia, ser esposo terrenal de la Virgen Madre y ser padre virginal del Hijo de Dios. Ya María había aceptado que se hiciera en Ella según lo que Dios deseara, declarándose “esclava del Señor”: “Yo soy la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra”.
Estamos ante San José, esposo virginal de la Virgen-Madre, la persona que Dios escogió como padre terrenal de su Hijo.
Y vemos en él virtudes que podemos imitar para que el misterio de la salvación, que ese Niño vino a traernos, pueda realizarse en cada uno de nosotros:
- Fe por encima de las apariencias humanas. Para vivir la Navidad. Para orar. Para amar.
- Humildad para aceptar sin cuestionar los designios de Dios. Para entregarnos a nuestra familia, a nuestra parroquia. A Jesús que viene.
- Obediencia ciega a los planes de Dios. A la voluntad de Dios, sea cual sea. Obediencia a la Iglesia.
- Entrega absoluta a la Voluntad Divina. Entrega en nuestra vida concreta.
Todas éstas son virtudes que observamos en San José y en la Virgen. Todas éstas son virtudes que nos preparan para la próxima venida del Señor. Todas son virtudes que podemos tener si nos abrimos a las gracias que Dios nos da en todo momento, pero especialmente en este tiempo de preparación para la Navidad. Tomás Pajuelo Romero. Párroco.
¡¡¡FELIZ NAVIDAD A TODOS!!!
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