VI DOMINGO DE PASCUA
Lecturas: Hechos de los Apóstoles 15, 1-2.22-29 // Salmo 67 // Apocalipsis 21, 10-14.22-23 // Juan 14, 23-29
Queridos hermanos y hermanas:
El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos morada en él. Estas palabras de Jesús se han hecho realidad en muchas personas profundamente cristianas, a lo largo de los siglos. Todos hemos conocido a personas buenas, muy buenas, en las que hemos descubierto la imagen y la presencia de Dios. Fueron personas bondadosas y entregadas a los demás, capaces de sacrificarse y de gastarse y desgastarse por amor al prójimo. ¡Qué fácil era descubrir en ellas la bondad de Dios! Dios es amor y toda persona que ama de verdad está en Dios y vive en Dios, es Dios mismo quien vive en él. El amor verdadero no es una simple palabra humana, o un simple gesto humano; el amor verdadero es Dios. Cristo fue el amor de Dios encarnado en una persona humana y este mismo amor es el que Cristo quiere que sus discípulos le tengan a él. Toda persona que, mediante este amor, vive en comunión con Cristo, vive igualmente en comunión con el Padre. Ya sabemos que para san Juan, redactor de este evangelio de Jesús, el amor de Dios se manifiesta siempre en el amor al prójimo: el que dice que ama a Dios, pero no ama a su prójimo, es un mentiroso. Por tanto, si queremos vivir en comunión con Dios, si queremos que Dios habite en nosotros, amemos a Dios y manifestemos este amor en nuestro amor al prójimo. La habitación de Dios en el alma de las personas que aman de verdad es una de las promesas más consoladoras que Cristo hizo a sus discípulos. Pero también es una de las más difíciles de cumplir, por la debilidad y el egoísmo de nuestro corazón. Porque se trata de amar como Cristo nos amó, con un amor gratuito y sacrificado, que llega hasta la muerte de uno mismo para dar vida a los demás. Sólo con la gracia de Dios podremos amar de esta manera. Pidamos al Señor que nos conceda siempre esta gracia.
El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos morada en él. Estas palabras de Jesús se han hecho realidad en muchas personas profundamente cristianas, a lo largo de los siglos. Todos hemos conocido a personas buenas, muy buenas, en las que hemos descubierto la imagen y la presencia de Dios. Fueron personas bondadosas y entregadas a los demás, capaces de sacrificarse y de gastarse y desgastarse por amor al prójimo. ¡Qué fácil era descubrir en ellas la bondad de Dios! Dios es amor y toda persona que ama de verdad está en Dios y vive en Dios, es Dios mismo quien vive en él. El amor verdadero no es una simple palabra humana, o un simple gesto humano; el amor verdadero es Dios. Cristo fue el amor de Dios encarnado en una persona humana y este mismo amor es el que Cristo quiere que sus discípulos le tengan a él. Toda persona que, mediante este amor, vive en comunión con Cristo, vive igualmente en comunión con el Padre. Ya sabemos que para san Juan, redactor de este evangelio de Jesús, el amor de Dios se manifiesta siempre en el amor al prójimo: el que dice que ama a Dios, pero no ama a su prójimo, es un mentiroso. Por tanto, si queremos vivir en comunión con Dios, si queremos que Dios habite en nosotros, amemos a Dios y manifestemos este amor en nuestro amor al prójimo. La habitación de Dios en el alma de las personas que aman de verdad es una de las promesas más consoladoras que Cristo hizo a sus discípulos. Pero también es una de las más difíciles de cumplir, por la debilidad y el egoísmo de nuestro corazón. Porque se trata de amar como Cristo nos amó, con un amor gratuito y sacrificado, que llega hasta la muerte de uno mismo para dar vida a los demás. Sólo con la gracia de Dios podremos amar de esta manera. Pidamos al Señor que nos conceda siempre esta gracia.
La paz os dejo, mi paz os doy. Cuando terminamos nuestras eucaristías saludamos y despedimos a los fieles diciéndoles “podéis ir en paz”. Durante la eucaristía, también es muy importante el momento en el que nos deseamos mutuamente la paz, “démonos mutuamente la paz”. Jesús saludaba a sus discípulos diciéndoles “la paz esté con vosotros” y es que la palabra paz, en el mundo hebreo, significaba el bien total de la persona: el bienestar físico, social y espiritual. Tener a Cristo, amar a Cristo, es tener paz. El bien de la paz es un bien maravilloso que Dios da a los que le aman. “Daría todos mis versos por un alma en paz”, decía el poeta bilbaíno Blas de Otero, al final de sus días. Los grandes santos sí fueron personas con una gran paz interior, en medio de sus muchas luchas y dificultades. “El que a Dios tiene nada le falta, sólo Dios basta”, decía santa Teresa. El amor de Dios, la inhabitación de Dios en nosotros, debe darnos paz, la paz de Dios, la paz de Cristo. Cristo no nos da su paz como nos la da el mundo, porque la paz del mundo no está cimentada en el amor de Dios, sino en intereses creados por nosotros. Pidamos a Cristo que nos dé su paz, la paz que brota y se fundamenta en el amor de Dios.
Amor, paz, alegría, fe… son los signos de la presencia de Dios en nosotros y entre nosotros. Hoy miramos nuestra vida y podemos revisar cómo se dan estos signos, si los estamos viviendo y en qué medida, si Dios verdaderamente ha hecho morada en nosotros y está en nuestro corazón, o por el contrario, nuestra vida es pura “fachada”. Precisamente para que la fe no fuera algo “exterior”, un mero cumplimiento de normas, la Iglesia convocó el primer Concilio de la historia, el Concilio de Jerusalén, allá por el año 50, para solucionar el problema de si los judíos que se convertían al cristianismo debían circuncidarse y seguir cumpliendo las normas judías o no. La Iglesia decide conservar el depósito de la fe, pero también adaptarse a las nuevas circunstancias y a la realidad de sus miembros. También valora el amor por encima de las normas y leyes. Porque, en el fondo, si lo que hacemos no pasa por el corazón, no sirve para nada.
Todos los domingos venimos a Misa. Pero si la Misa es un mero cumplimiento y no pasa por nuestro corazón, y nos lleva a trabajar por un mundo mejor, se queda solo en un ritualismo vacío. El verdadero encuentro con el Señor Resucitado ha de transformarnos interiormente y llevarnos al compromiso con nuestros hermanos. Que el amor, la paz, la alegría y la fe se transformen en instrumentos para construir un mundo mejor y unas mejores relaciones entre las personas que lo habitamos. Y que el Espíritu Santo que Jesús nos envía en su nombre nos ayude en esta tarea. En estas últimas semanas de Pascua la Iglesia entera suplica la venida del Espíritu Santo que se nos dará en Pentecostés.
Que Dios os bendiga a todos. Feliz domingo.
Tomás Pajuelo Romero. Párroco.
Amor, paz, alegría, fe… son los signos de la presencia de Dios en nosotros y entre nosotros. Hoy miramos nuestra vida y podemos revisar cómo se dan estos signos, si los estamos viviendo y en qué medida, si Dios verdaderamente ha hecho morada en nosotros y está en nuestro corazón, o por el contrario, nuestra vida es pura “fachada”. Precisamente para que la fe no fuera algo “exterior”, un mero cumplimiento de normas, la Iglesia convocó el primer Concilio de la historia, el Concilio de Jerusalén, allá por el año 50, para solucionar el problema de si los judíos que se convertían al cristianismo debían circuncidarse y seguir cumpliendo las normas judías o no. La Iglesia decide conservar el depósito de la fe, pero también adaptarse a las nuevas circunstancias y a la realidad de sus miembros. También valora el amor por encima de las normas y leyes. Porque, en el fondo, si lo que hacemos no pasa por el corazón, no sirve para nada.
Todos los domingos venimos a Misa. Pero si la Misa es un mero cumplimiento y no pasa por nuestro corazón, y nos lleva a trabajar por un mundo mejor, se queda solo en un ritualismo vacío. El verdadero encuentro con el Señor Resucitado ha de transformarnos interiormente y llevarnos al compromiso con nuestros hermanos. Que el amor, la paz, la alegría y la fe se transformen en instrumentos para construir un mundo mejor y unas mejores relaciones entre las personas que lo habitamos. Y que el Espíritu Santo que Jesús nos envía en su nombre nos ayude en esta tarea. En estas últimas semanas de Pascua la Iglesia entera suplica la venida del Espíritu Santo que se nos dará en Pentecostés.
Que Dios os bendiga a todos. Feliz domingo.
Tomás Pajuelo Romero. Párroco.
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