XIX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Lecturas: 1º L. Reyes 19,4-8 // Salmo 34(33),2-3.4-5.6-7.8-9. // Efesios 4,30-32.5,1-2 // San Juan 6,41-51
En una de esas conversaciones con Jesús se refirieron al maná que comieron sus antepasados en el desierto. Jesús les habló de otro “pan”, muy superior al maná, porque quien lo comiera no moriría. Ellos le pidieron a Jesús que les diera de ese pan “que baja del cielo y da vida al mundo” (Jn. 6, 24-35). Llegó a un punto el diálogo en que Jesús les dijo que El mismo era ese “pan”: “Yo soy el Pan de Vida que ha bajado del Cielo”.
Pero ... ¡gran escándalo! El Evangelio de hoy (Jn. 6, 41-51) nos trae las murmuraciones que hicieron los que oyeron a Jesús hablar de ese “pan”: “¿No es este Jesús, el hijo de José? ¿Acaso no conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo es que nos dice ahora que ha bajado del Cielo?”
Al no tener fe, ni tampoco la confianza que la fe genera, tenían que escandalizarse. No confiaron en la palabra de Jesús y enseguida se pusieron a revisar su origen. Y, confiando en sus propios razonamientos, concluyeron que Jesús no podía haber venido del Cielo.
A veces nosotros también confiamos más en nuestros razonamientos que en las cosas “imposibles”, que sólo se entienden y se aceptan en fe. Como la Eucaristía, ese “Pan” bajado del Cielo. A simple vista, la Hostia que comulgamos, es una oblea de harina de trigo. Pero en esa hostia consagrada está ¡nada menos! que Jesucristo. Y está con todo su ser de hombre y todo su ser de Dios. Y está para ser nuestro alimento, un alimento “especial”.
Pero para creer hace falta la fe. Cierto que la fe es un don, como nos dice el mismo Jesús en este Evangelio: “Nadie puede venir a Mí, si no lo atrae el Padre que me ha enviado”. Pero la fe también es una respuesta a ese don de Dios: “Todo aquél que escucha al Padre y aprende de El, se acerca a Mí”.
Ese alimento que es Cristo en la Eucaristía es un alimento “especial” porque nos da Vida Eterna. Bien le dice Jesús a sus interlocutores: “Sus padres comieron el maná en el desierto y sin embargo murieron. Este es el Pan que ha bajado del Cielo, para que, quien lo coma, no muera ... Y el que coma de este Pan vivirá para siempre”.
Gran regalo que nos ha dejado el Señor: se entrega El mismo para ser alimento de nuestra vida espiritual, y para ser alimento para la Vida Eterna.
Así fue para el Profeta Elías, recibió un alimento que le dio fuerza para resistir una larga travesía hasta el monte santo de Dios, el Monte Horeb, a pesar de que antes de comerlo se encontraba sin fuerzas, casi muriendo.
Nos cuenta la Primera Lectura de hoy (1 R 19, 4-8) que Elías estaba moribundo en el desierto. Pero Dios envió un Ángel que lo despertó para darle comida. Y “con la fuerza de aquel alimento caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios”.
Ese alimento divino que restauró las fuerzas de Elías para realizar esa travesía por el desierto hasta llegar al monte de Dios, recuerda el alimento eucarístico que nos da a nosotros fuerza para realizar el viaje hacia la eternidad, viaje que -por cierto- ya hemos comenzado todos los que vivimos en esta tierra.
En el Antiguo Testamento hay varias prefiguraciones del Pan Eucarístico, entre ellas las más conocida tal vez sea la del maná. Pero este pasaje en la vida del Profeta Elías también nos recuerda la Eucaristía.
Pero, adicionalmente, esta circunstancia en la vida del gran Profeta Elías puede aplicarse a aquéllos que se sienten muy fuertes, física y/o espiritualmente, y piensan que nunca van a estar debilitados o que nunca deben sentirse débiles o reconocerse débiles.
Las insuficiencias físicas y los abatimientos espirituales son experiencias muy útiles para sentir nuestra debilidad, debilidad que es característica de los seres humanos, pero que suele ser tan rechazada, disimulada o escondida.
Al sabernos y reconocernos débiles, insuficientes, Dios puede mostrarse en nosotros. Bien lo dice San Pablo, en una de sus citas memorables: “Por eso me alegro cuando me tocan enfermedades, persecuciones y angustias: ¡todo por Cristo! Cuando me siento débil, entonces soy fuerte (2 Cor. 12, 10).
Y es también San Pablo quien en la Segunda Lectura de hoy (Ef. 4,30-5,2) nos recuerda que debemos vivir “amando como Cristo que nos amó y se entregó por nosotros, como ofrenda y víctima”. Se entregó por nosotros en la cruz y se entrega a nosotros en cada Eucaristía, memorial de su Pasión, Muerte y Resurrección.
Si El nos ama así ¡cómo no retribuir en “algo” ese amor! amándolo a El, primero que todo y amándonos entre nosotros como El nos enseña a amarnos, no sólo evitando las maldades de que nos habla San Pablo en esta Segunda Lectura, sino también dando la vida.
Y dar la vida no significa llegar a morir por los demás, como Cristo, aunque se han dado y se siguen dando casos de martirios genuinos. Dar la vida significa, también, pensar primero en procurar el bien de los demás y luego en el propio ... Y puede ser que hasta se llegue a olvidar el bien propio. ¿Imposible? Muchos lo han hecho. Algunos aún lo hacen. No es imposible.
Recordemos, pues, que la fuente de donde recibimos las gracias para poder actuar como Cristo, en entrega de amor a Dios y a los demás, está en la Eucaristía, que es –como hemos dicho- el alimento para nuestro viaje a la eternidad.
Pero somos testigos de cómo -lamentablemente- en nuestros días sucede como en tiempos de Jesús.
¿Quiénes creen realmente que es Dios mismo presente en esa oblea de harina de trigo? ¿Cuántos son los que creen en este “Sacramento de nuestra Fe”? O … ¿cuántos son los que en verdad lo aprovechan debidamente, los que lo reciben dignamente?
Veamos bien: para que la Sagrada Comunión o Eucaristía nos aproveche como está previsto por Dios, es cierto que es indispensable la fe en este increíble misterio. Esta es una disposición de nuestro entendimiento: creer lo que, en apariencia, no es lo que verdaderamente es.
Pero también hacen falta otras disposiciones de nuestra voluntad. Se requiere someter nuestra voluntad a la Voluntad de Dios. Es decir debemos hacer Su Voluntad, pues con esto lo estamos amando, y al amarlo El mora en nosotros.
“Quien permanece en el Amor, en Dios permanece, y Dios en él” (1 Jn. 4, 16).
“Si alguien me ama guardará mis palabras y mi Padre lo amará y vendremos a él para hacer nuestra morada en él” (Jn. 14, 23)
“Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y me abre, entraré a su casa a comer. Yo con él y él conmigo” (Ap. 3, 20).
Y cuando el alma se entrega de veras a Dios y a Su Voluntad, Cristo en la Comunión realiza cosas maravillosas, pues es Dios mismo, Quien viene al alma con su Divinidad, su Amor, su fortaleza, todas sus riquezas, para ser su luz, su camino, su verdad, su sabiduría, su redención.
Imaginemos qué no puede hacer el mismo Dios en un alma que se deja hacer de El. ¿A cuánto puede llegar esa acción de Dios en el alma? Si en el Comunión el alma se une a Cristo, El va transformando poco a poco al alma en El.
Porque la Eucaristía es un alimento muy “especial”, pues no funciona como los demás alimentos. Cuando ingerimos los demás alimentos, éstos son asimilados por nuestro organismo y pasan a formar parte de nuestro cuerpo y de nuestra sangre. Cuando recibimos a Cristo en la Eucaristía, es al revés: nosotros nos asimilamos a El. Es un alimento que nos va transformando en El.
Los Padres de la Iglesia han hecho notar esta diferencia que hay entre el alimento material que mantiene la vida del cuerpo y el alimento espiritual que es el Pan Eucarístico.
“Nos unimos a El y nos hacemos con El un solo cuerpo y una sola carne” (San Juan Crisóstomo).
“No hace otra cosa la participación del Cuerpo y la Sangre de Cristo sino trocarnos en aquello mismo que tomamos” (San León Magno).
Más categórico aun es San Agustín, quien pone estas palabras en boca de Cristo: “Yo soy el pan para los fuertes. Ten fe y cómeme. Pero no me cambiarás en ti, sino que tú serás transformado en Mí”.
Pero no puede ser otro que Santo Tomás de Aquino quien dé una explicación aún más detallada y precisa de cómo funciona este Sacramento: “Quien asimila el manjar corporal, lo transforma en sí; esa transformación repara las pérdidas del organismo y le da el desarrollo conveniente. No así en el alimento eucarístico, que, en vez de transformarse en el que lo toma, transforma en Sí al que lo recibe. De ahí que el efecto propio de ese Sacramento sea transformar de tal modo al hombre en Cristo, que pueda con toda verdad decir: ‘Vivo yo, mas no yo, sino que vive Cristo en mí’ (Gal. 2, 20)”
Esto quiere decir que cuando Cristo viene a nosotros en la Comunión –y lo recibimos con las disposiciones convenientes- vamos cambiando, pareciéndonos cada vez más a Cristo. Así, nuestra manera de pensar, de sentir, de actuar se va asemejando cada vez más a la de Cristo.
Si no sucede así, no hay “comunión”. Recibimos a Cristo con nuestra boca. Pero eso no basta, pues tenemos que unirnos a El en el pensamiento, en el sentir, en la voluntad, con nuestro cuerpo, con nuestra alma (entendimiento y voluntad) y con nuestro corazón.
Así, nuestra vida humana podrá participar de su vida divina, de manera que sea El y no nuestro “yo” el principio que guíe nuestra existencia y nos conduzca por la travesía que nos lleva a la Vida Eterna.
“El Cuerpo y la Sangre de nuestro Señor Jesucristo guarde nuestras almas para la Vida Eterna”, dice el Sacerdote antes de tomar el Pan y el Vino consagrados y de repartirlo a los comulgantes.
Bien claro pone esto la Liturgia de la Iglesia en la oración después de la Comunión el Domingo 24 del Tiempo Ordinario:
“La gracia de esta comunión, Señor, penetre en nuestro cuerpo y en nuestro espíritu, para que sea su fuerza, no nuestro sentimiento, quien mueva nuestra vida”.
Sólo así podrá ser Cristo Quien viva en nosotros y no nosotros mismos, según la expresión de San Pablo a los Gálatas (cf. Gal. 2, 20).
Así, la presencia divina de Jesús, recibido en la Comunión Eucarística puede impregnar nuestro ser tan íntimamente, que podemos llegar a ser cada vez más semejantes a Cristo.
Tomás Pajuelo Romero. Párroco.
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