XXIV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Lecturas: Isaías 50,5-9 // Salmo 116(114) // Santiago 2,14-18 // Marcos 8,27-35
Las respuestas sobre lo que dice la gente son evidentemente equivocadas. Pero preguntándoles quién creen ellos que es, la respuesta de Pedro no se hace esperar: “Tú eres el Mesías”. Es decir, ellos sabían que era el esperado por el pueblo de Israel para salvarlo, y Pedro lo confiesa así.
El problema estaba en el concepto que del Mesías tenía el pueblo de Israel. Y los apóstoles no escapaban a esa idea. Ellos esperaban un Mesías libertador y vencedor desde el punto de vista temporal, que los libraría del dominio romano y establecería un reino, mediante el triunfo y el poder.
Pareciera como si los Apóstoles y, junto con ellos, el pueblo judío no hubieran puesto mucha atención a las clarísimas profecías de Isaías sobre el Mesías, como el Siervo sufriente de Yahvé.
Por eso Jesús tiene que corregirlos de inmediato. Cuando Pedro, pensando en ese Mesías triunfador, llama a Jesús aparte para tratar de disuadirlo de lo que acababa de anunciarles como un hecho, la respuesta del Señor resulta impresionante. Les habla de cruz, de entrega, de muerte y resurrección.
Nos cuenta el Evangelio que enseguida que Pedro lo reconoce como el Mesías, Jesús “se puso a explicarles que era necesario que el Hijo del hombre padeciera mucho, que fuera rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, que fuera entregado a la muerte y resucitara al tercer día”.
Pero ellos, obnubilados por el rechazo al anuncio de la pasión y muerte, no entendieron bien, ni tampoco pudieron acordarse de estas palabras tan importantes cuando se sucedieron todos los acontecimientos que el Señor les había anunciado muy claramente.
La corrección que hizo el Señor de la idea equivocada del Mesías triunfador temporal, fue especialmente severa para con Pedro, pero fue para todos los discípulos, pues nos dice el texto que “Jesús se volvió y, mirando a los discípulos, reprendió a Pedro”. Le dijo sin ninguna suavidad: “¡Apártate de mí, Satanás! Porque tú no juzgas según Dios, sino según los hombres”.
Ahora bien, tan severa respuesta tiene que tener algún motivo serio. San Pedro estaba siendo tentado por el Demonio y a éste Jesús le responde igual que cuando en el desierto quiso también tentarlo con el poder temporal.
Por la severa respuesta de Jesús, resulta evidente que, para sus seguidores, rechazar el sufrimiento no es una opción. Todo intento de rechazo de la cruz y del sufrimiento, todo intento de buscarnos un cristianismo sin cruz y sufrimiento, es una tentación y, como vemos, no va de acuerdo con lo que Jesús continúa diciéndonos en este pasaje evangélico.
Dice el texto que, luego de reprender a Pedro, se dirigió entonces a la multitud y también a los discípulos, para explicar un poco más el sentido del sufrimiento: el suyo y el nuestro.
“El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga”. Más claro no podía ser: el cristianismo implica renuncia y sufrimiento.
Seguir a Cristo es seguirlo también en la cruz, en la cruz de cada día. Y para ahondar un poco más en el asunto, agrega una explicación adicional: “El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará”.
Pero ... ¿qué significa querer salvar nuestra vida? Significa querer aferrarnos a todo lo que consideramos que es “vida” sin realmente serlo. Es aferrarnos a lo material, a lo perecedero, a lo temporal, a lo que nos da placer, a lo que nos da poder, a lo ilícito, etc. . Y a veces, inclusive, a lo que consideramos lícito y hasta un derecho.
Si pretendemos salvar todo esto, lo perderemos y, como si fuera poco, perderemos la verdadera “Vida”. Pero si nos desprendemos de todas estas cosas, salvaremos nuestra Vida, la verdadera, porque obtendremos, como Cristo, el triunfo final: la resurrección y la Vida Eterna.
El único camino de la Gloria es el de la Cruz. Que Dios os bendiga a todos.
Tomás Pajuelo Romero. Párroco.
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