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8/12/12

Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María

Acto de Veneración a la Inmaculada en la Plaza de España
Discurso del Santo Padre Benedicto XVI

Sábado, 8 de diciembre de 2012

¡Queridos hermanos y hermanas!

Siempre es un placer especial reunirnos aquí, en la Plaza de España, en la fiesta de María Inmaculada. Reunirnos juntos – romanos, peregrinos y visitantes – a los pies de la estatua de nuestra Madre espiritual, nos hace sentirnos unidos en el signo de la fe. Me gusta subrayarlo en este Año de la fe que toda la Iglesia está viviendo. Os saludo con afecto y me gustaría compartir con vosotros algunos simples pensamientos, sugeridos por el Evangelio de esta solemnidad: el Evangelio de la Anunciación.

En primer lugar, nos sorprendente siempre, y nos hace reflexionar, el hecho de que el momento decisivo para el futuro de la humanidad, el momento en que Dios se hizo hombre, está rodeado de un gran silencio. El encuentro entre el mensajero divino y la Virgen Inmaculada pasa totalmente desapercibido: nadie sabe, nadie habla de ello. Es un acontecimiento que, si hubiera sucedido en nuestro tiempo, no dejaría huella en los periódicos y en las revistas, porque es un misterio que sucede en el silencio. Lo que es realmente grande a menudo pasa desapercibido y el silencio apacible se revela más fructífero que la frenética agitación que caracteriza nuestras ciudades, pero que – con las debidas proporciones – se vivía ya en las grandes ciudades de entonces, como Jerusalén. Aquel activismo que nos impide detenernos, estar tranquilos, escuchar el silencio en el que el Señor hace oír su voz discreta. María, el día que recibió el anuncio del Ángel, estaba recogida y al mismo tiempo abierta a la escucha de Dios. En ella no había obstáculo alguno, ninguna pantalla, nada que la separara de Dios. Este es el significado de su ser sin pecado original: su relación con Dios está libre de la más mínima imperfección, no hay separación, no hay sombra de egoísmo, sino una sintonía perfecta: su pequeño corazón humano está perfectamente “centrado” en el gran corazón de Dios. Así que, queridos hermanos y hermanas, venir aquí ante este monumento a María, en el centro de Roma, nos recuerda en primer lugar, que la voz de Dios no se reconoce en el ruido y la agitación; su diseño en nuestra vida personal y social no se percibe quedándose en la superficie, sino yendo a un nivel más profundo, donde las fuerzas no son de índole económica o política, sino morales y espirituales. Es allí, donde María nos invita a ir y a sintonizar con la acción de Dios.

Hay una segunda cosa, aún más importante, que la Inmaculada nos dice cuando estamos aquí, y es que la salvación del mundo no es obra del hombre – de la ciencia, de la tecnología, de la ideología –, sino es por la Gracia. ¿Qué significa esta palabra? Gracia significa el Amor en su pureza y belleza, es Dios tal como se revela en la historia de la salvación narrada en la Biblia y cumplida en Jesucristo. María es llamada la “llena de gracia” (Lc 1,28) y esta identidad nos recuerda el primado de Dios en nuestra vida y en la historia del mundo, nos recuerda que el poder del amor de Dios es más fuerte que el mal, puede llenar los vacíos que el egoísmo provoca en la historia de las personas, de las familias, de las naciones y del mundo. Estos vacíos pueden convertirse en infiernos, donde la vida humana es como si se tirara hacia lo bajo y hacia la nada, perdiendo el sentido y la luz. Las falsas soluciones que ofrece el mundo para llenar esos vacíos – emblemática es la droga – de hecho ensanchan el abismo. Sólo el amor nos puede salvar de esta caída, pero no un amor cualquiera: un amor que tenga en él la pureza de Gracia – de Dios que transforma y renueva – y que pueda poner en los pulmones intoxicados nuevo oxígeno, aire limpio, energía nueva de vida. María nos dice que, por mucho que pueda caer el hombre, nunca es demasiado bajo para Dios, que descendió hasta los infiernos; por mucho que nuestro corazón ande por mal camino, Dios es siempre “más grande que nuestro corazón” (1Juan 3,20). El soplo suave de la Gracia puede dispersar las nubes más negras, puede hacer la vida más hermosa y llena de significado incluso en las situaciones más inhumanas.

Y aquí viene la tercera cosa que nos dice María Inmaculada: nos habla de la alegría, la verdadera alegría que se extiende en el corazón liberado del pecado. El pecado trae consigo una tristeza negativa, que (induce a encerrarse en sí mismo) nos induce a encerrarnos en nosotros mismos. La Gracia trae la verdadera alegría, que no depende de la posesión de las cosas, sino que tiene sus raíces en lo más íntimo, en lo más profundo de la persona, y que nada ni nadie puede quitar. El Cristianismo es esencialmente un “evangelio”, una “buena noticia”, aunque algunos piensen que es un obstáculo a la alegría, porque ven en él una serie de prohibiciones y reglas. En realidad, el Cristianismo es el anuncio de la victoria de la Gracia sobre el pecado, de la vida sobre la muerte. Y si implica algunos sacrificios y una disciplina de la mente, del corazón y del comportamiento, es precisamente porque en el hombre está la raíz venenosa del egoísmo, que perjudica a sí mismo y a los demás. Por tanto, debemos aprender a decir no a la voz del egoísmo y a decir sí a la del amor auténtico. La alegría de María está plena, porque en su corazón no hay sombra de pecado. Esta alegría coincide con la presencia de Jesús en su vida: Jesús concebido y llevado en el vientre, después niño confiado a sus cuidados maternos, adolescente y joven, y hombre maduro; Jesús que parte de casa, seguido a distancia con la fe hasta la Cruz y la Resurrección: Jesús es la alegría de María y la alegría de la Iglesia, de todos nosotros.

Que en este tiempo de Adviento, María Inmaculada nos enseñe a escuchar la voz de Dios que habla en el silencio; (que nos enseñe) a recibir su Gracia, que nos libera del pecado y del egoísmo, para gozar así la verdadera alegría. ¡María, llena de gracia, ruega por nosotros! (Traducción del italiano: Eduardo Rubió. Radio Vaticana)


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