Queridos hermanos y hermanas:

En nuestros días, como nos dice el Papa, la práctica del ayuno ha perdido relevancia desde la perspectiva ascética y espiritual. En muchos ambientes cristianos ha llegado incluso a desaparecer. Al mismo tiempo, ha ido acreditándose como una medida terapéutica conveniente para el cuidado del propio cuerpo y como fuente de salud. Siendo esto cierto, a juicio de los expertos, para nosotros los cristianos el ayuno es una “terapia” para curar todo lo que nos impide conformarnos con la voluntad de Dios. El ayuno nos ayuda a no vivir para nosotros mismos, sino para Aquél que nos amó y se entregó por nosotros y a vivir también para nuestros hermanos.
La Cuaresma que estamos a punto de iniciar nos depara la oportunidad de recuperar el auténtico significado de esta antigua práctica penitencial, que nos ayuda a mortificar nuestro egoísmo, a romper con los apegos que nos separan de Dios, a controlar nuestros apetitos desordenados y a ser más receptivos a la gracia de Dios. El ayuno contribuye a afianzar nuestra conversión al Señor y a nuestros hermanos, a entregarnos totalmente a Dios y, como dice el Papa en su Mensaje, “a abrir el corazón al amor de Dios y del prójimo, primer y sumo mandamiento de la nueva ley y compendio de todo el Evangelio”. El ayuno nos ayuda además a crecer en intimidad con el Señor. Así lo reconoce San Agustín en su pequeño tratado sobre “La utilidad del ayuno” cuando afirma: “Yo sufro, es verdad, para que Él me perdone; yo me castigo para que Él me socorra, para que yo sea agradable a sus ojos, para gustar su dulzura”. La privación voluntaria del alimento material nos dispone interiormente para escuchar a Cristo y alimentarnos de su palabra de salvación. Con el ayuno y la oración más constante y dilatada en estos días de Cuaresma, el Señor sacia cumplidamente los anhelos más profundos del corazón humano, el hambre y la sed de Dios.
La práctica voluntaria del ayuno nos permite también caer en la cuenta de la tristísima situación en que viven muchos hermanos nuestros, casi un tercio de la humanidad, que se ven forzados a ayunar como consecuencia de la injusta distribución de los bienes de la tierra y de la insolidaridad de los países desarrollados. Desde la experiencia ascética del ayuno, y por amor a Dios, hemos de inclinarnos como el Buen Samaritano sobre los hermanos que padecen hambre, para compartir con ellos nuestros bienes. Y no sólo aquellos que nos sobran, sino también aquellos que estimamos necesarios, porque si el amor no nos duele es un amor engañoso. Con ello demostraremos que nuestros hermanos necesitados no nos son extraños, sino alguien que nos pertenece.
En la antigüedad cristiana se daba a los pobres el producto del ayuno. En la coyuntura social que estamos viviendo como consecuencia de la crisis económica, hemos de redescubrir y promover esta práctica penitencial de la primitiva Iglesia. Por ello, pido a las comunidades cristianas de la Diócesis, a los sacerdotes, consagrados, seminaristas y laicos que, junto a las prácticas cuaresmales tradicionales, la oración, la escucha de la palabra de Dios, la mortificación y la limosna, intensifiquen el ayuno personal y comunitario, destinando a los pobres, a través de nuestras Caritas, aquellas cantidades que gracias al ayuno se puedan recoger.
Que la Santísima Virgen sostenga a toda la comunidad diocesana en el empeño de liberar nuestro corazón de la esclavitud del pecado, nos aliente en nuestra conversión al Señor y nos conceda una Cuaresma fructuosa y santa.
Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.
Juan J. Asenjo. Obispo de Córdoba.
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