Queridos hermanos y hermanas:
Celebramos en este domingo la Jornada Mundial de las Migraciones, que este año tiene como protagonista a San Pablo, al conmemorar el segundo milenario de su nacimiento. Él fue emigrante. Nacido en Tarso de Cilicia, perteneció a una familia judía, que había salido de su tierra buscando en Asia Menor mejores condiciones de vida. Educado en la fe de sus padres, fue en su juventud un judío celoso y observante de la ley de Moisés. Por ello, tan pronto como el cristianismo comienza a expandirse, pide licencia al sanedrín judío para perseguir a los cristianos. Dirigiéndose a Damasco, una luz cegadora lo derriba del caballo. Tiene lugar entonces su encuentro decisivo con Cristo que marcará toda su vida. Después de este prodigio, marcha a Arabia. Vive allí un período de interiorización orante, en el que comprende en toda su hondura el misterio de Cristo y decide vivir sólo para Él y para la misión que el Señor le encomienda; anunciar a Jesucristo, salvador y redentor, a los gentiles. En sus múltiples viajes misioneros, funda numerosas comunidades cristianas, que serán su gozo y su corona.
Mientras en su misión apostólica San Pablo fue itinerante por vocación, en nuestro mundo hay millones y millones de hermanos nuestros que han tenido que abandonar sus países huyendo del hambre y de la pobreza extrema, a veces jugándose la vida y pereciendo en el intento, como es bien conocido por todos. En España tenemos hoy cerca de cinco millones de inmigrantes. Buscan un futuro mejor para ellos y sus familias. Muchos son ilegales, condición que los hace sumamente frágiles. Con frecuencia, son víctimas de empresarios sin escrúpulos que se aprovechan de su situación para explotarlos, cosa que sucede especialmente con las mujeres. Ellos son las primeras víctimas de la actual crisis económica, cuya magnitud y duración todavía es difícil calibrar. Ellos son los primeros en sufrir el paro, con el agravante de no contar en muchos casos con el apoyo y el calor solidario de una familia.
Las dificultades y sufrimientos de los inmigrantes, que están padeciendo ya las consecuencias de la depresión económica, la carencia de hogar y futuro laboral, el hambre y el frío, golpean nuestra conciencia de cristianos y nos invitan a adoptar las actitudes exigidas por nuestra condición de discípulos de Jesús, que se identifica con el pobre, el enfermo, el preso y el inmigrante, y a quien acogemos y servimos cuando lo hacemos con estos hermanos nuestros (Mt 25, 35-36). Nuestras comunidades cristianas y nuestras parroquias deben ser siempre comunidades abiertas y dispuestas a acoger y servir. Lo exige la dignidad de toda persona y sus derechos inalienables.
Ante la crisis, comunidades fraternas, es el lema elegido para esta Jornada por los Obispos de la Comisión Episcopal de Migraciones. Con él nos quieren decir que las comunidades parroquiales, con sus Caritas, en la medida de sus posibilidades, están llamadas a ser en estos momentos el primer ámbito de acogida, de ayuda y servicio fraterno a los inmigrantes, espoleando la generosidad de los fieles ante esta situación de auténtica emergencia social, que los sacerdotes y los miembros de nuestras Caritas conocen mejor que nadie.
A la Delegación Diocesana de Migraciones y a sus voluntarios, en estrecha colaboración con la Caritas Diocesana, las Caritas parroquiales y las obras sociales y caritativas de los religiosos, compete la tarea de defender la dignidad y los derechos fundamentales de los inmigrantes y ejercer la misión profética, denunciando posibles injusticias. A todos ellos, corresponde idear fórmulas imaginativas para ayudar a los inmigrantes sin techo, sin trabajo y sin recursos, como ha hecho recientemente Caritas Diocesana en la capital, abriendo la antigua Residencia Regina para que los inmigrantes no tengan que dormir en la calle. Cabe aquí un amplio abanico de colaboración con otras instituciones, confesionales o no, que sirven a los inmigrantes, sin olvidar la colaboración con las autoridades.
No olvido que Pablo de Tarso, ante todo y sobre todo, fue apóstol de Jesucristo y que en sus incontables viajes misioneros no predicó otra cosa que a Jesucristo, muerto y resucitado para nuestra salvación. Nuestros inmigrantes necesitan que les ayudemos en sus necesidades básicas. Pero tienen derecho también a que les anunciemos a Jesús, el único tesoro que posee la Iglesia, fuente de sentido, de humanización, de alegría y esperanza para nuestro mundo. Los primeros que tienen ese derecho son los inmigrantes católicos, a los que debemos integrar en nuestras parroquias y acompañar en su vida de fe.
Pido al Señor que sostenga con su gracia el compromiso fraterno de los colaboradores de las Delegaciones Diocesanas de Migraciones y de Acción Social y rezo también por todos los inmigrantes en nuestra Diócesis, para que el Señor les conforte en la lejanía de su patria y sientan el calor de nuestra familia diocesana y de nuestras comunidades parroquiales.
Para ellos y sus familias y para todos vosotros, mi saludo fraterno y mi bendición.
Juan J. Asenjo. Obispo de Córdoba.
Mientras en su misión apostólica San Pablo fue itinerante por vocación, en nuestro mundo hay millones y millones de hermanos nuestros que han tenido que abandonar sus países huyendo del hambre y de la pobreza extrema, a veces jugándose la vida y pereciendo en el intento, como es bien conocido por todos. En España tenemos hoy cerca de cinco millones de inmigrantes. Buscan un futuro mejor para ellos y sus familias. Muchos son ilegales, condición que los hace sumamente frágiles. Con frecuencia, son víctimas de empresarios sin escrúpulos que se aprovechan de su situación para explotarlos, cosa que sucede especialmente con las mujeres. Ellos son las primeras víctimas de la actual crisis económica, cuya magnitud y duración todavía es difícil calibrar. Ellos son los primeros en sufrir el paro, con el agravante de no contar en muchos casos con el apoyo y el calor solidario de una familia.
Las dificultades y sufrimientos de los inmigrantes, que están padeciendo ya las consecuencias de la depresión económica, la carencia de hogar y futuro laboral, el hambre y el frío, golpean nuestra conciencia de cristianos y nos invitan a adoptar las actitudes exigidas por nuestra condición de discípulos de Jesús, que se identifica con el pobre, el enfermo, el preso y el inmigrante, y a quien acogemos y servimos cuando lo hacemos con estos hermanos nuestros (Mt 25, 35-36). Nuestras comunidades cristianas y nuestras parroquias deben ser siempre comunidades abiertas y dispuestas a acoger y servir. Lo exige la dignidad de toda persona y sus derechos inalienables.
Ante la crisis, comunidades fraternas, es el lema elegido para esta Jornada por los Obispos de la Comisión Episcopal de Migraciones. Con él nos quieren decir que las comunidades parroquiales, con sus Caritas, en la medida de sus posibilidades, están llamadas a ser en estos momentos el primer ámbito de acogida, de ayuda y servicio fraterno a los inmigrantes, espoleando la generosidad de los fieles ante esta situación de auténtica emergencia social, que los sacerdotes y los miembros de nuestras Caritas conocen mejor que nadie.
A la Delegación Diocesana de Migraciones y a sus voluntarios, en estrecha colaboración con la Caritas Diocesana, las Caritas parroquiales y las obras sociales y caritativas de los religiosos, compete la tarea de defender la dignidad y los derechos fundamentales de los inmigrantes y ejercer la misión profética, denunciando posibles injusticias. A todos ellos, corresponde idear fórmulas imaginativas para ayudar a los inmigrantes sin techo, sin trabajo y sin recursos, como ha hecho recientemente Caritas Diocesana en la capital, abriendo la antigua Residencia Regina para que los inmigrantes no tengan que dormir en la calle. Cabe aquí un amplio abanico de colaboración con otras instituciones, confesionales o no, que sirven a los inmigrantes, sin olvidar la colaboración con las autoridades.
No olvido que Pablo de Tarso, ante todo y sobre todo, fue apóstol de Jesucristo y que en sus incontables viajes misioneros no predicó otra cosa que a Jesucristo, muerto y resucitado para nuestra salvación. Nuestros inmigrantes necesitan que les ayudemos en sus necesidades básicas. Pero tienen derecho también a que les anunciemos a Jesús, el único tesoro que posee la Iglesia, fuente de sentido, de humanización, de alegría y esperanza para nuestro mundo. Los primeros que tienen ese derecho son los inmigrantes católicos, a los que debemos integrar en nuestras parroquias y acompañar en su vida de fe.
Pido al Señor que sostenga con su gracia el compromiso fraterno de los colaboradores de las Delegaciones Diocesanas de Migraciones y de Acción Social y rezo también por todos los inmigrantes en nuestra Diócesis, para que el Señor les conforte en la lejanía de su patria y sientan el calor de nuestra familia diocesana y de nuestras comunidades parroquiales.
Para ellos y sus familias y para todos vosotros, mi saludo fraterno y mi bendición.
Juan J. Asenjo. Obispo de Córdoba.
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