Queridos hermanos y hermanas:
Termina la Semana Santa con la solemnidad de la Resurrección del Señor. La Iglesia, que ha estado velando junto al sepulcro de Cristo, proclama jubilosa en la Vigilia Pascual las maravillas que Dios ha obrado a favor de su pueblo desde la creación del mundo y a lo largo de toda la historia de la salvación. Canta, sobre todo, el gran prodigio de la resurrección de Jesucristo, del que las otras maravillas eran sólo pálida figura. Jesucristo, la luz verdadera que alumbra a todo hombre, que pareció oscurecerse en el Calvario, alumbra hoy con nuevo fulgor, disipando las tinieblas del mundo y venciendo a la muerte y al pecado. Jesucristo resucitado, brilla hoy en medio de su Iglesia e ilumina los caminos del mundo y nuestros propios caminos.
La resurrección del Señor es el corazón del cristianismo. Nos lo dice abiertamente San Pablo: “Si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe... somos los más desgraciados de todos los hombres” (1 Cor 15, 14- 20). La resurrección del Señor es el pilar que sostiene y da sentido a toda la vida de Jesús y a nuestra vida. Ella es el hecho que acredita la encarnación del Hijo de Dios, su muerte redentora, su doctrina y los signos y milagros que la acompañan. La resurrección del Señor es también el más firme punto de apoyo de la vida y del compromiso de los cristianos, lo que justifica la existencia de la Iglesia, la oración, el culto, la piedad popular, nuestras tradiciones y nuestro esfuerzo por respetar la ley santa de Dios.
Para algunos, la resurrección de Jesús es una quimera, un hecho legendario o simbólico sin consistencia real. No sería otra cosa que la pervivencia del recuerdo y del mensaje del Maestro en la mente y en el corazón de sus discípulos. Gracias a las mujeres, que ven vacío el sepulcro del Señor, y a los numerosos testigos que a lo largo de la Pascua contemplan al Señor resucitado, nosotros sabemos que esto no es verdad. La resurrección del Señor es el núcleo fundamental de la predicación de los Apóstoles. Ellos descubrieron la divinidad de Jesús y creyeron en Él, cuando le vieron resucitado. Hasta entonces se debatían entre brumas e inseguridades.
Ser cristiano consiste precisamente en creer que Jesús murió por nuestros pecados, que Dios lo resucitó para nuestra salvación y que, gracias a ello, también nosotros resucitaremos. Por ello, el Domingo de Pascua es la fiesta primordial de los cristianos, la fiesta de la salvación y el día por antonomasia de la felicidad y la alegría. La resurrección de Jesús es el triunfo de la vida, la gran noticia para toda la humanidad, porque todos estamos llamados a la vida espléndida de la resurrección. La fe en la resurrección no ocupa hoy el centro de la vida de muchos cristianos. Precisamente por ello, nuestro mundo es tan pobre en esperanza. Lo revelan cada día no pocas noticias dramáticas. La resurrección del Señor, sin embargo, alimenta nuestra esperanza. Gracias a su misterio pascual, el Señor nos ha abierto las puertas del cielo y prepara nuestra glorificación. Los cristianos esperamos “unos cielos nuevos y una tierra nueva”, en los que el Señor “enjugará las lágrimas de todos los ojos, donde no habrá ya muerte ni llanto, ni gritos, ni fatiga, porque el mundo viejo habrá pasado” (Apoc 21, 4).
Esta esperanza debe iluminar todas las dimensiones y acontecimientos de nuestra vida. Para bien orientarla, tenemos que aceptar esta verdad fundamental: un día resucitaremos, lo que quiere decir que ya desde ahora debemos vivir la vida propia de los resucitados, es decir, una vida alejada del pecado, del egoísmo, de la impureza y de la mentira; una vida pacífica, honrada, austera, fraterna, cimentada en la verdad, la justicia, la misericordia, el perdón, la generosidad y el amor a nuestros hermanos; una vida, por fin, sinceramente piadosa, alimentada en la oración y en la recepción de los sacramentos.
La resurrección del Señor debe reanimar nuestra esperanza debilitada y nuestra confianza vacilante. Esta verdad original del cristianismo debe ser para todos los cristianos manantial de alegría y de gozo, porque el Señor vive y nos da la vida. Gracias a su resurrección, sigue siendo el Enmanuel, el Dios con nosotros, que tutela y acompaña a su Iglesia “todos los días hasta la consumación del mundo”. Desde esta certeza, felicito a todas las comunidades de la Diócesis. Que el anuncio de la resurrección de Jesucristo os anime a vivir con hondura vuestra vocación cristiana. Así se lo pido a la Santísima Virgen, que hoy más que nunca es la Virgen de la Alegría. Que ella nos haga experimentar a lo largo de la Pascua y de toda nuestra vida la alegría y la esperanza por el destino feliz que nos aguarda gracias a la resurrección de su Hijo.
Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición. Feliz Pascua de Resurrección.
Juan J. Asenjo. Obispo de Córdoba.
La resurrección del Señor es el corazón del cristianismo. Nos lo dice abiertamente San Pablo: “Si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe... somos los más desgraciados de todos los hombres” (1 Cor 15, 14- 20). La resurrección del Señor es el pilar que sostiene y da sentido a toda la vida de Jesús y a nuestra vida. Ella es el hecho que acredita la encarnación del Hijo de Dios, su muerte redentora, su doctrina y los signos y milagros que la acompañan. La resurrección del Señor es también el más firme punto de apoyo de la vida y del compromiso de los cristianos, lo que justifica la existencia de la Iglesia, la oración, el culto, la piedad popular, nuestras tradiciones y nuestro esfuerzo por respetar la ley santa de Dios.
Para algunos, la resurrección de Jesús es una quimera, un hecho legendario o simbólico sin consistencia real. No sería otra cosa que la pervivencia del recuerdo y del mensaje del Maestro en la mente y en el corazón de sus discípulos. Gracias a las mujeres, que ven vacío el sepulcro del Señor, y a los numerosos testigos que a lo largo de la Pascua contemplan al Señor resucitado, nosotros sabemos que esto no es verdad. La resurrección del Señor es el núcleo fundamental de la predicación de los Apóstoles. Ellos descubrieron la divinidad de Jesús y creyeron en Él, cuando le vieron resucitado. Hasta entonces se debatían entre brumas e inseguridades.
Ser cristiano consiste precisamente en creer que Jesús murió por nuestros pecados, que Dios lo resucitó para nuestra salvación y que, gracias a ello, también nosotros resucitaremos. Por ello, el Domingo de Pascua es la fiesta primordial de los cristianos, la fiesta de la salvación y el día por antonomasia de la felicidad y la alegría. La resurrección de Jesús es el triunfo de la vida, la gran noticia para toda la humanidad, porque todos estamos llamados a la vida espléndida de la resurrección. La fe en la resurrección no ocupa hoy el centro de la vida de muchos cristianos. Precisamente por ello, nuestro mundo es tan pobre en esperanza. Lo revelan cada día no pocas noticias dramáticas. La resurrección del Señor, sin embargo, alimenta nuestra esperanza. Gracias a su misterio pascual, el Señor nos ha abierto las puertas del cielo y prepara nuestra glorificación. Los cristianos esperamos “unos cielos nuevos y una tierra nueva”, en los que el Señor “enjugará las lágrimas de todos los ojos, donde no habrá ya muerte ni llanto, ni gritos, ni fatiga, porque el mundo viejo habrá pasado” (Apoc 21, 4).
Esta esperanza debe iluminar todas las dimensiones y acontecimientos de nuestra vida. Para bien orientarla, tenemos que aceptar esta verdad fundamental: un día resucitaremos, lo que quiere decir que ya desde ahora debemos vivir la vida propia de los resucitados, es decir, una vida alejada del pecado, del egoísmo, de la impureza y de la mentira; una vida pacífica, honrada, austera, fraterna, cimentada en la verdad, la justicia, la misericordia, el perdón, la generosidad y el amor a nuestros hermanos; una vida, por fin, sinceramente piadosa, alimentada en la oración y en la recepción de los sacramentos.
La resurrección del Señor debe reanimar nuestra esperanza debilitada y nuestra confianza vacilante. Esta verdad original del cristianismo debe ser para todos los cristianos manantial de alegría y de gozo, porque el Señor vive y nos da la vida. Gracias a su resurrección, sigue siendo el Enmanuel, el Dios con nosotros, que tutela y acompaña a su Iglesia “todos los días hasta la consumación del mundo”. Desde esta certeza, felicito a todas las comunidades de la Diócesis. Que el anuncio de la resurrección de Jesucristo os anime a vivir con hondura vuestra vocación cristiana. Así se lo pido a la Santísima Virgen, que hoy más que nunca es la Virgen de la Alegría. Que ella nos haga experimentar a lo largo de la Pascua y de toda nuestra vida la alegría y la esperanza por el destino feliz que nos aguarda gracias a la resurrección de su Hijo.
Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición. Feliz Pascua de Resurrección.
Juan J. Asenjo. Obispo de Córdoba.
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