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27/3/11

«El que beba del agua que yo le daré, nunca más volverá a tener sed»

III DOMINGO DE CUARESMA

Lecturas: Exodo 1, 3-7 // Salmo 95(94), 1-2.6-7.8-9 // Romanos 5, 1-2.5-8 // Juan 4 , 5-42

Queridos hermanos y hermanas:

Jesús y la samaritana. Una miniatura de un manuscrito georgiano del siglo XIIEl Evangelio de hoy nos presenta el relato precioso del encuentro de Cristo con la mujer samaritana. Jesús sale de Israel y entra en Samaría, los samaritanos están peleados con los judíos, adoran a otros dioses, han cambiado la ley y los profetas y no reconoce el templo de Jerusalén. Jesús va a ellos a predicarles, a anunciarles el Evangelio.

Después de un largo camino por el desierto, Jesús sintió sed. Vuelve el evangelista Juan a usar la imagen del desierto, imagen que podemos trasladar fácilmente a nuestra vida: después de caminar por el desierto de nuestras tareas, de nuestras pobrezas, de nuestras debilidades... también nosotros tenemos sed, tenemos necesidad. Jesús parte de esa necesidad orgánica, para empezar un diálogo de fe con la Samaritana. Jesús parte de su debilidad, tengo sed y necesito de ti. Podía haber hecho un milagro y saciar su sed, es Dios y todo lo puede. Prefiere pedir la colaboración del aquella mujer, aunque sabe que es pecadora, aunque sabe que no comparte su fe, pero quiere salvarla. La Samaritana no entiende como Jesús que es judío se atreve a pedirle agua, pero Jesús va entrando en el corazón de aquella mujer y le va descubriendo su vida de pecado.

Cristo es la luz del mundo y cuando el ilumina nuestras vidas rápidamente pone de manifiesto nuestras sombras, nuestros pecados. Fijaos como parte de una realidad y en cuanto el Señor entra en la vida de una persona va naciendo su vida interior. Quizás nosotros en Cuaresma, al hacer desierto, al ponernos a la luz de Jesús, lo primero que descubramos es que somos pecadores, que tenemos abandonado a Dios. Quizás si nos hemos puesto a rezar un poquito, a pedir, a mostrarle nuestra necesidad, como el hizo a la mujer samaritana, descubramos que antes de pedir debemos constatar la realidad profunda de nuestras vidas y nuestros pecados. La mujer samaritana cambia el rumbo de su vida al encontrarse con Jesús. Cuando buscamos otras fuentes de felicidad es porque no nos hemos encontrado con el Señor, como le pasaba a la samaritana. Jesús le ofrece un agua de valor eterno y ella, no solamente la acepta, sino que se hace apóstol de Cristo compartiendo con sus vecinos la paz y la luz que ella encontró en Jesús. Si nuestro corazón se halla inquieto o está intranquilo, acerquémonos a Jesús: nos dará su paz y la gracia que salta a la vida eterna. Solamente el que tiene sed se alegra de haber hallado la fuente. El que no está sediento, pasa de largo sin hacer caso del manantial.

La mujer samaritana se detiene ante "la fuente de vida" y el agua que busca se convierte en signo de la presencia gozosa y fecundante de Dios. Y encontrar a Dios es dar con el manantial de agua viva que hace reverdecer el desierto de la vida humana.

La Eucaristía celebrada en el tercer domingo de Cuaresma, hace posible el encuentro con Jesús el Señor, como le sucedió a la samaritana.

Jesús habla del don de Dios (Jn 4,10). El don de Dios se identifica con el agua viva. Y el agua viva significa la salud, la vida eterna. Es la gran revelación hecha por Dios en Cristo y que tiene muy poco que ver con la satisfacción de las necesidades naturales. El simbolismo del agua viva se utiliza también en este evangelio para referirse al Espíritu Santo. El agua viva es símbolo del Espíritu. La célebre afirmación de Jesús: de lo más profundo de todo aquel que crea en mí brotarán ríos de agua viva (Jn 7,38) es interpretada por el evangelista diciendo que decía esto refiriéndose al Espíritu (Jn 7,39). En todo caso, esto en nada contradice a lo que se afirma en este pasaje: el don de Dios es Dios mismo dado en Cristo; el don de Dios es la salud, la vida eterna; el don de Dios es el Espíritu Santo. Poder intercambiar estas expresiones no significa contradicción sino complementariedad y enriquecimiento.

Dios debe ser adorado en espíritu y en verdad. ¿Qué significa esto? Si las palabras de Jesús ofrecen alguna novedad no puede pensarse simplemente en un culto más interior y menos ritual. Esa había sido ya la predicación y exigencia proféticas. Adorar en espíritu y en verdad significa adorar al Padre a través de Jesucristo, que es la verdad, y bajo el impulso del Espíritu. Verse envueltos en el misterio trinitario. Según lo que acabamos de decir sobre “Dios es espíritu”, los verdaderos adoradores son aquellos que acogen la vida y la misericordia, la liberación y la salud que Dios les revela y les comunica, respondiendo a la iniciativa divina mediante el ejercicio de la fe. La adoración en espíritu y en verdad no significa la condenación de todo culto exterior. Lo que caracteriza a los verdaderos adoradores no es la ausencia de ritos, sino la firme voluntad de escuchar y servir a Dios en la persona de su Enviado. El adorador es verdadero en la medida en que acoge la “verdad” de Dios y responde a ella mediante la fe. Es aquel que vive los ritos, las ceremonias, los sacramentos desde lo más profundo de su corazón. Los vive con VERDAD, verdad de vida y amor.

La samaritana no sabe desenvolverse en ese terreno y se refugia en su esperanza mesiánica (Jn 4,25). Los samaritanos, lo mismo que los judíos, esperaban un mesías. Sobre la base de Dt 18,15ss esperaban la venida de un “Moisés resucitado”, que llamaban Taeb, que significa “el que viene”, “el restaurador”. Este profeta del Altísimo haría milagros, restablecería la ley y el culto verdadero y llevaría el conocimiento de Dios a otros pueblos. Ella se da cuenta de su vida pecadora y de su falta de fe y de verdad, se ha construido su gran mentira y se justifica. ¿Cuántos de nuestros cristianos que viven en pecado, apartados prácticamente de la Iglesia, sin vida de piedad, no hacen lo mismo que la Samaritana? La realidad es que justifican, se engañan asi mismos diciendo que ellos creen en Dios y que no les hace falta la Iglesia. Cristo le manifiesta a aquella mujer, que Él es el Mesías y que haciendo lo que predica y lo que manda, tendrá la Salvación. Jesús se revela abiertamente como el Mesías. La diferencia en relación con los sinópticos no puede ser mayor. En ellos Jesús impone silencio sobre su persona a todos aquellos que le conocían: es el llamado “secreto mesiánico”. En el cuarto evangelio, sin embargo, Jesús manifiesta abiertamente su identidad: el evangelio de Juan se propone desvelar claramente y desde el principio el misterio de Jesús a todo el mundo. Jesús, el Mesías nos ha dicho que la Iglesia es su "Cuerpo" y él la cabeza. No podemos vivir a Jesús sin la Iglesia. Cristo nos salva en la Iglesia y por la Iglesia. Ella es la fuente de agua viva que lleva a la vida eterna, el BAUTISMO.

Que el Señor Jesús nos permita hoy encontrarnos con él, salir de la trinchera que nos hemos hecho para vivir fuera del evangelio, vivir nuestra fe "particular" creada a nuestra imagen y semejanza y volvamos a la VERDAD que es Cristo en su Iglesia. Que Dios os bendiga.

Tomás Pajuelo Romero. Párroco.

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